Por Leonardo Parrini
Sentado a la vera, en la puerta de la casona de
la calle Maruri, un barrio de clase media de Santiago donde viví mi primera infancia,
un buen día discutimos con un amigo de la jorga barrial acerca de qué queríamos
ser de grandes. Él, ufano y seguro, me dijo que quería ser un superhéroe asistido por poderes
extraordinarios, provenientes, sin duda en ese entonces, de la tecnología del momento.
Lo miré entre asustado y envidioso, y pensé en mi propio futuro y vi en una imagen
más bien difusa, que yo solo quería aprender a pensar para saber cosas que ocurren
alrededor. Pero ese no es un trabajo concreto, -me dije-, como ser ingeniero, abogado,
médico o superhéroe. Parece, más bien, un oficio secundario sin título académico
y sin mercado laboral definido. Y la vida me dio la razón. Mis amigos de
infancia que pensaban como el aspirante a superhéroe se ubicaron bien en la
vida, es decir, eligieron un camino con más certeza de futuro, más tangible, en
cuanto a los pasos por venir, según veo hoy que los he reencontrado en el Facebook
ostentando lucrativas profesiones.
Evocando estas vivencias me vino como anillo al
dedo un artículo que leí en Internet acerca de la dicotomía entre las ciencias
exactas y las humanidades. Y lo digo con absoluta convicción, puesto que no han
sido pocas las veces en las que he dudado de mi camino recorrido. ¿Existe una disociación irreconciliable entre las llamadas ciencias fácticas
y las humanidades? Esta dicotomía que divide a las vocaciones humanas es analizada
por el biólogo Edward O. Wilson en su texto The meaning of human existence (El significado de la existencia humana), con un abreboca provocador: “Promocionemos las
humanidades, que son lo que nos hacen humanos, y no usemos la ciencia para
hacer el tonto con esa fuente inagotable, el absoluto e inigualable potencial
del futuro humano”, afirma Wilson.
Y el autor sustenta
esa conclusión anticipada con reflexiones muy atendibles como que la ciencias es
perecible, ya que “los descubrimientos científicos y los avances tecnológicos
tienen su ciclo vital y es probable que pronto éste empiece a ralentizarse
cuando alcance un determinado nivel de desarrollo”. Esta sugestiva idea se
inclina a favor de lo trascendental de las humanidades –arte, filosofía, literatura-
que no conocen obsolescencias,
sino que proporcionan respuestas más a largo plazo, Y eso es curioso, porque la
ciencia asoma siempre como una promesa de futuro, mientras que la filosofía, o
el pensamiento social, como una aburrida cuestión del pasado.
Ser o no ser
Wilson arguye
que la evolución cultural es diferente de la ciencia porque “es completamente
el producto del cerebro humano”, y que “hace falta un contacto íntimo con la
gente y el conocimiento de incontables historias personales. Siglos y siglos de
investigación para entender milenios de historia. En definitiva, un pozo
inagotable”. Mientras que para el biólogo estadounidense el proceso de obtención
del conocimiento por la vía de la ciencia es limitado en el tiempo.
Otro de los argumentos
a favor del humanismo del conocimiento es que favorece a la diversidad, condición
muy prestigiada en la actualidad. Lo diverso en la naturaleza, lo diverso del
actuar humano, en fin, esa particularidad que hace de cada cual un ser único y
especial para si mismo y para los demás. Por el contrario, afirma Wilson, la
ciencia homogeniza, estandariza la vida. “La
ciencia y la tecnología serán las mismas en todas partes, para cada cultura civilizada,
subcultura y persona, -recuerda- lo
que seguirá desarrollándose y diversificándose hasta el infinito son las
humanidades”.
Evocando la figura del niño que quería ser superhéroe
y aquel que solo aspiraba a conocer más de su entorno, diremos que la cuestión no
está en disociar el pensamiento científico del humanismo del pensamiento. El quid
del asunto radica en el uso de los productos de las ciencias, como la tecnología,
los instrumentos tecnológicos, etc. El acervo cultural producido por las humanidades
es trascendental, porque se muestra real ante la necesidad de dar nuevas respuestas
para transformar el entorno y crear nuevo sentido a la vida también cambiante. El
pensamiento humanista no es el producto de un proceso industrial que está
expuesto al manejo deshumanizado de la tecnología, como tantas veces ocurre. Aún
las ideas más descabelladas y deshumanizadas tienen un sustrato en la concepción
de una nueva realidad, de un proceso de construcción y en esa medida la dicotomía
ciencia-humanidades es un poco falsa, ya que todo depende de qué sentido demos
al talento humano y a los instrumentos tecnológicos que éste crea y que nunca podrán
suplirlo a cabalidad.
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