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viernes, 10 de octubre de 2014

MIRADAS ÓSEAS

Fotografías Dani Game
Por Dani Game

El metro de Paris es un esqueleto insertado en un cuerpo viejo. La ciudad ya existía en forma de caracol, pero tuvieron que construirle huesos para que no se deshaga al ritmo apurado de sus caminantes. Desde el año 1900 atravesaron uno por uno los huesos de esta ciudad hasta formar un armazón de catorce líneas donde más de cuatro millones de personas viajan a diario creyendo que conocen su destino.

De un lado a otro, este esqueleto se deja hacer un examen de rayos X. París se deja ver en el metro; viejos, jóvenes, niños, músicos, mendigos, locos, parisinos de siempre, nuevos o temporales se transparentan entre el silencio y la espera.

Estos huesos sufren -como toda masa ósea- los efectos climáticos del cambio de estación. Una escena frecuente de invierno es ver a mujeres jóvenes llorar. Son discretas en sus gemidos pero su mirada busca inevitablemente la nuestra. Escalofríos femeninos que conmueven los tejidos de estos huesos. ¿Por qué lloran? Por amor. ¿Por qué lloran en el metro? Porque saben que todos somos pasajeros de su tristeza y que nuestras miradas disimuladas no calmarán su pena. Nos olvidaremos de ellas y ellas se habrán olvidado de nosotros.

Entre tejidos duros y blandos de este gran esqueleto casi nunca se ve a un hombre llorar, pero un día sucedió. Las mujeres del vagón, atónitas e incómodas lo dejaron irse a pesar de los intentos de este desdichado por seducirlas con sus lágrimas lentas, casi planeadas. El hombre que lloraba puso sus pies en el andén mientras las miraba a todas, como queriendo darles una última oportunidad, pero las puertas “…se cerraron y el mundo sigue andando, tu boca que era mía ya no me besa más.”

Los borrachos vienen a poner a prueba cada cartílago caminando en un vaivén que no va a ninguna parte mas que a nuestro encuentro en el último o el primer tren del día. Los niños miran todo sin vergüenza, se divierten aprendiendo a equilibrar sus pequeños cuerpos. A veces no tienen piedad y lloran a sus padres sabiendo que el eco de estos huesos nos hace partícipes de su ira. Los músicos nos cantan esas canciones que se dicen son de París. Los temas se repiten, los instrumentos también. Aprendemos a memorizar sus caras, la línea en la que tocan y si alguien osa darles una moneda de pequeña nominación, pueden echársela en la cara, sin miedo.

Si dejamos que estos huesos nos toquen ningún viaje será igual a otro. Si dejamos que las miradas nos hagan rayos X, habremos confirmado algo de nuestra existencia en París.

Este gran esqueleto soporta escalofríos, locomociones de un cuerpo viejo por donde no paran de circular miradas, historias que nadie vivió. En cada viaje, en cada cruce de un hueso con otro todo se transporta y todo se detiene. Mientras los tejidos metálicos se sacuden nos miramos y creemos conocernos, saber quiénes somos y a dónde vamos. Este esqueleto no sólo impide que el caracol se deshaga por tanta pisada apresurada, rescata también las miradas que se perderán cuando salgamos a la superficie, a ver el París del souvenir donde no se llora, a pesar de tanto gris.  

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