Fotografías Dani Game
Por Dani Game
El metro de Paris es un esqueleto insertado en un
cuerpo viejo. La ciudad ya existía en forma de caracol, pero tuvieron que
construirle huesos para que no se deshaga al ritmo apurado de sus caminantes. Desde
el año 1900 atravesaron uno por uno los huesos de esta ciudad hasta formar un
armazón de catorce líneas donde más de cuatro millones de personas viajan a
diario creyendo que conocen su destino.
De un lado a otro, este esqueleto se deja hacer un
examen de rayos X. París se deja ver en el metro; viejos, jóvenes, niños,
músicos, mendigos, locos, parisinos de siempre, nuevos o temporales se transparentan
entre el silencio y la espera.
Estos huesos sufren -como toda masa ósea- los
efectos climáticos del cambio de estación. Una escena frecuente de invierno es
ver a mujeres jóvenes llorar. Son discretas en sus gemidos pero su mirada busca
inevitablemente la nuestra. Escalofríos femeninos que conmueven los tejidos de estos
huesos. ¿Por qué lloran? Por amor. ¿Por
qué lloran en el metro? Porque saben que todos somos pasajeros de su tristeza y
que nuestras miradas disimuladas no calmarán su pena. Nos olvidaremos de ellas
y ellas se habrán olvidado de nosotros.
Entre tejidos duros y blandos de este gran esqueleto
casi nunca se ve a un hombre llorar, pero un día sucedió. Las mujeres del
vagón, atónitas e incómodas lo dejaron irse a pesar de los intentos de este desdichado
por seducirlas con sus lágrimas lentas, casi planeadas. El hombre que lloraba
puso sus pies en el andén mientras las miraba a todas, como queriendo darles
una última oportunidad, pero las puertas “…se
cerraron y el mundo sigue andando, tu boca que era mía ya no me besa más.”
Los borrachos vienen a poner a prueba cada cartílago
caminando en un vaivén que no va a ninguna parte mas que a nuestro encuentro en
el último o el primer tren del día. Los niños miran todo sin vergüenza, se
divierten aprendiendo a equilibrar sus pequeños cuerpos. A veces no tienen
piedad y lloran a sus padres sabiendo que el eco de estos huesos nos hace
partícipes de su ira. Los músicos nos cantan esas canciones que se dicen son de
París. Los temas se repiten, los instrumentos también. Aprendemos a memorizar
sus caras, la línea en la que tocan y si alguien osa darles una moneda de pequeña
nominación, pueden echársela en la cara, sin miedo.
Si dejamos que estos huesos nos toquen ningún viaje
será igual a otro. Si dejamos que las miradas nos hagan rayos X, habremos
confirmado algo de nuestra existencia en París.
Este gran esqueleto soporta escalofríos,
locomociones de un cuerpo viejo por donde no paran de circular miradas, historias
que nadie vivió. En cada viaje, en cada cruce de un hueso con otro todo se
transporta y todo se detiene. Mientras los tejidos metálicos se sacuden nos
miramos y creemos conocernos, saber quiénes somos y a dónde vamos. Este
esqueleto no sólo impide que el caracol se deshaga por tanta pisada apresurada,
rescata también las miradas que se perderán cuando salgamos a la superficie, a
ver el París del souvenir donde no se llora, a pesar de tanto gris.
No hay comentarios:
Publicar un comentario