Por Leonardo
Parrini
“Quiero aprender de política, de derechos humanos y
leyes. Además de cómo debería trabajar por la felicidad y educación de más
niñas”, dijo alguna vez Malala Yousafzai la joven
paquistani de 17 años que se hizo acreedora al Premio Nobel de la Paz por su
lucha en defensa de la niñez. La adolescente que se había posicionado como símbolo
de lucha por el derecho a la educación en Pakistán, supuestamente conculcado
por el clero del Talibán, luce un paño en su cabeza en señal de adherencia a
las costumbres islámicas. En su rostro juvenil destella la nobleza de sus años
a la vida cuando concluye: Quiero aprender
como traer justicia al mundo.
Su proyección internacional
comenzó en el 2007 cuando decidió crear un
blog en
la página de la BBC de Londres, en urdú la lengua nacional. Desde ese espacio
inició una persistente lucha por los derechos de la niñez con el seudónimo de
Gul Makai, describiendo la imposibilidad de acceso a la educación de miles de infantes
en su tierra natal. Convertida en emblema de lucha contra la intolerancia, fue objeto
de un atentando mientras viajaba en un bus de su escuela. “Fue el 9 de octubre
de 2012, salí de la escuela con mi amiga Moniba, subimos al bus y de
pronto dos hombres armados paran el bus y se suben. Preguntan: ¿Quién es
Malala? Luego me disparan un balazo en la cabeza y otro en el cuerpo”, según
relata Malala.
Luego de una larga convalecencia logran salvar su vida y la niña
se restablece y continúa con sus actividades cotidianas. Pero su vida había cambiado:
más convencida que antes, se reafirma en la certeza de que el diálogo es la única
forma de entendimiento entre los seres humanos. Y así lo proclama en el foro de
las Naciones Unidas. “La mejor forma de resolver los
problemas y luchar contra la guerra es a través del diálogo...Eso no es un
tema para mí, es el trabajo del gobierno…y es también el trabajo de Estados
Unidos”, mencionó la adolescente.
La educación, arma de paz
Bajo el principio de que la educación es el
medio para superar las desigualdades, Malala se ha convertido en la activista más
joven del mundo en obtener un reconocimiento planetario por su lucha pacifista por
el derecho de la infancia a una educación de calidad. La joven paquistaní
comparte el premio Nobel de la Paz con un veterano hindú que luchó con Mahatma Gandy por los
derechos civiles, el presidente de la Marcha Global contra el Trabajo Infantil, Kailash
Satyarthi.
Que los premios Nobel tienen una orientación ideológica,
nadie debe dudarlo. Esta vez la decisión
refleja la voluntad política de un sector de la sociedad de reivindicar los
derechos colectivos de la infancia en un mundo contrahecho por las injusticias
y la marginalidad de millones de infantes en todos y cada uno de los países del
planeta.
La nominación del Premio Nobel de la Paz de
este año 2014 recobra un nuevo sentido político y social: reconocer la lucha contra
la discriminación de la infancia es un loable motivo que reposiciona al galardón
internacional de Estocolmo. Esta vez no recayó en las manos de algún político de
dudosa estirpe, ni se usó como instrumento de manipulación o marketing político
de causas de sospechosos propósitos.
Malala representa una luz en medio de las
tinieblas de la posmodernidad. Un destello en el confuso panorama de la geopolítica
mundial, en el ambiguo escaparate de los valores humano trastocados por el mercantilismo
de las ideas y la lógica guerrerista por el despojo de los recursos naturales. Puesto
en ese contexto, el Premio Nobel de la Paz en manos de la adolescente Malala,
es un motivo para retomar la fe en la política como un gesto humano de inminente
nobleza.
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