Por Leonardo Parrini
El Ecuador acaba de perder a uno de sus grandes
profesionales y a un ser humano extraordinario: Bruno Stornaiolo Miranda, psicólogo
clínico autodefinido como sexólogo. Hombre
afable, de una bonhomía sin límites que rio de la vida e hizo reír a sus semejantes.
La mejor terapia en su diván de psicólogo clínico fue, sin duda, su sonrisa, su
amable personalidad de hombre sabio, para quien la vida no tenía otro misterio
que vivirla a plenitud, sin cargas “psicológicas” que lo impidan.
Conocí a Bruno ya hace algunos años, cuando yo
investigaba y hacía reportajes para un programa de la televisión ecuatoriana de
la cadena Ecuavisa. Bruno comenzó siendo mi fuente exclusiva y, poco a poco, se volvió un personaje mediático, y tras
las cámaras nos hicimos buenos amigos. Nuestras entrevistas tenían poco de grabación
y mucho de amena conversación. Micrófono en mano, decidía apagar el aparato para
entrar en ese terreno de las confesiones más entretenidas, las declaraciones audaces
que siempre venían acompañadas de la más natural de las sonrisas y de un destello
de pureza que emanaba de sus ojos claros como su alma.
Nuestras entrevistas grabadas se llevaban una
verdad irrefutable: Bruno Stornaiolo no sólo fue el pionero de la psicología clínica
en Ecuador, sino además un hombre culto y sensible, capaz de acuñar términos y
manejar categorías complejas de su saber profesional y que él convertía en verdades
luminosas de consumo masivo. Stornaiolo –dice una nota de prensa- acuñó el término psico-sexología
desde 1974, cuando el fundador de la Facultad de Ciencias Psicológicas de la
Universidad Central, Luis Riofrío González, lo convocó, luego de conocerlo y
haber leído su tesis de grado, para que impartiera la asignatura de sexología.
Nuestras charlas
periodísticas -como llamó en cierta oportunidad a nuestras entrevistas-,
comenzaban con una sonrisa de saludo, y con un gesto suyo de complicidad que prometía
una sorpresa escondida, alguna revelación recién descubierta por mi
entrevistado, un nuevo libro marcado con lápiz en sus páginas releídas, una
idea que había llamado su atención y que no dudaba en compartirla conmigo.
Su personalidad me inducia al silencio, -aunque sus frases eran cortas, bien
estructuradas, ideales para ser publicadas sin edición alguna- un silencio
respetuoso que me inspiraba este ser humano lleno de afable sabiduría y generosidad
por compartirla.
Bruno siempre me recibía con una sonrisa que
auspiciaba un encuentro saludable, enriquecedor para el espíritu y para el cuerpo,
porque como él decía: quién ríe último,
no sólo ríe mejor, sino que además conserva su salud…En cierta ocasión,
luego de una entrevista para mi programa de radio Había una vez, me obsequio un texto suyo maravilloso, Amen, hágase su voluntad (Tratado de Humor terapia)
con una dedicatoria generosa: Para L. P. con
gran estima y admiración, Bruno, noviembre 2008. Fue nuestra última
entrevista de prensa. El libro es un sabrosísimo coctel de chanzas, frases ingeniosas,
chistes esenciales al estilo freudiano de su propia autoría y de su hermana
Mary, mujer de chispeantes ocurrencias. Bruno puso en su libro un epígrafe de George
Bernard Show que calza a la perfección a su magnífica obra literaria: Quién nos hace reír es un cómico, quien nos hace
pensar y luego reír es un humorista.
La vida nos juntaba con mi amigo, en
ciertas ocasiones que nos encontramos en las apacibles calles de La Floresta, y saludábamos como si nos hubiéramos dejado de ver el día anterior, con un “te
acuerdas de esto o de aquello”. Una vez más, el recuerdo de mi amigo me induce
al silencio. Me queda dando vueltas en la cabeza una valiosa herencia suya: una sonrisa es la semilla que crece en el corazón
y florece en los labios. ¡Hágase su voluntad!
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