Por Leonardo Parrini
Se cumplió el
primer centenario de un animal puro, Pedro Jorge Vera, cuya memoria hoy pervive
estigmatizada por el nombre de uno de sus libros. Como el caso de Cortázar, -autor
de Historia de Cronopios y Famas- que
sobrevino en gran cronopio, a partir
de su texto trascendental. Pedro Jorge es el exponente de una especie de animal
de rara pureza, acaso en extinción o evolución permanente. Cuando la memoria
empieza a transitar la segunda centuria de Pedro Jorge Vera, surge un texto
evocador, coral, que construye en varios tonos las señas personales de uno de
los escritores trascendentales de las letras latinoamericanas: Cien años de un animal puro (editado por
Miguel Mora Witt). Y esa pluralidad habla desde ya de un rasgo esencial de
Pedro Jorge: su ocupación por los demás, su atento transitar en la vida por los
otros. Solidario hurgador de causas comunes fue el gran multiplicador de
voluntades, como quien divide el pan sobre la mesa.
Pedro Jorge, en
la sugestiva frase de Abdón Ubidia, fue un triunfador
de la vida, victorioso en aquello de moldear una existencia plena amasada
en la fe en el ser humano y sus posibilidades de cambio, no sólo de contemplador
de la realidad. Esta impronta esencial de Pedro Jorge es un punto de partida
propicio para entender a este creador que desbarata, este hacedor que disecciona
la realidad para transmutarla en el revés de las cosas, revolucionariamente. De
este rasgo me valgo para evocar una frase que alguna vez me dijo, en una de las
tantas noches de tertulia, a la salida de sus clases en la Facultad de
Comunicación de la Universidad Central: nada
en la vida es tan permanente como el cambio. Vieja verdad que se volvió
luminosa en sus palabras aquella noche de guayusas y charla. Pedro Jorge era un
fisgón de la vida, para el que ningún detalle, por cambiante que fuera, pasaba
desapercibido por indiferencia. Como tal, fue un certero registrador de un
tiempo claroscuro y febril, un ser humano que reverdeció la pasión a flor de
piel, enraizada en lo más hondo de su corazón.
El libro que tengo
en mis manos Cien años de un animal puro
-por generosidad de Silvia, su hija-, tiene la virtud de ser el retrato hablado
de un hombre que amó la vida y agradeció al ocaso de vivirla intensa,
reciamente, con el propósito de no perderse un solo instante de su transitoria fugacidad.
Hombre de vanguardias, en el sentido pionero del término, se anticipó a su
tiempo con una propuesta fecunda por lo rebelde, viable por lo tangible de
nuevas ideas. En esa brega Pedro Jorge eligió las trincheras de avanzadas, como
un combatiente a tiempo completo. Hecho de una sola pieza vital, nunca conocí
un revés de su pensamiento, preclaro y consecuente con sus principios y sus
fines.
Una obra generacional
A menudo las tendencias
se expresan en la conjunción de ideas de una misma generación que encuentra un denominador
común de intereses, mismos sueños, coincidentes acciones. ¿Qué tiene en común
la generación de los animales puros?
En principio, la obra se trata de una novela
generacional, -en la constatación de Yanna Adatty Mora-, es decir, convoca
y expresa el sentir de una pléyade de jóvenes revolucionarios guayaquileños que,
luego de bregar en la lucha y transitar las contradicciones propias de su
entorno adverso, adviene en la visión cruda de una novela realista.
Un realismo social que, por definición,
termina siendo la crónica profunda y descarnada de los hechos más relevantes de
una época. Pero no es suficiente constatar su carácter denunciante, Los animales puros amerita una lectura didáctica,
sugestiva, de una conclusión que cobra forma desde las primeras páginas: el augurio
de una revolución en el Ecuador, aun cuando las vicisitudes de la coyuntura posterguen
el intento para el futuro, y en el presente se tenga la sensación de haber luchado por nada.
¿Lo anterior no
contradice la propia personalidad del autor? Acaso quienes conocimos a Pedro
Jorge y fuimos privilegiados con su amistad ¿no fuimos, al mismo tiempo,
contagiados por su visión esperanzadora de la vida? Es en esa otra forma de decir
de Pedro Jorge, la poética, que subyace la respuesta. Sus versos esparcidos en
una breve pero, intensa obra escrita, esencialmente en soneto, tiene el
destello de la esperanza en el devenir de los hechos: Empinado sobre los amaneceres. Torcí el timón de mi nave…para encontrar
a Dios y a los gusanos. Yo había sido un poeta de la espuma. Esta tierra y sus cosas
son viejas. Pero todo es bello cuando algo se espera. Sentencia la critica
que la poética de Pedro Jorge es de una finura
especial, una vertiente subterránea lírica de clara estirpe social y mitológica.
Percibimos en ella el giro destellante del último verso, lo revelador e inesperado,
tan propio del arte auténtico, anunciador de que la vida, más temprano que
tarde, se inclina a favor del hombre. Sin embargo, amerita contrastar esta idea
con aquella de Femando Tinajero que habla de la obra de Pedro Jorge, como la triste y tormentosa historia ecuatoriana
desde los orígenes de nuestro siglo hasta la actualidad. Un rasgo complementario
y esencial de su personalidad asoma de la pluma de Edgar Alan García, cuando
constata en Pedro Jorge el rechazo a toda
superstición y de todo devaneo metafísico, tan instrumentalizado por los detentores del poder para insuflar temor
en el pueblo a sus propias decisiones.
En otros tópicos
de su vida y de su obra, Cien años de un
animal puro consigna el sentido amoroso de los textos de Pedro Jorge. Pero
es que sus textos se corresponden con la vida como el cóncavo al convexo. Amor
por la vida, amor a la lucha que desbroza
el camino hacia la libertad y la justicia, amor al amor mismo. Pedro Jorge amó
todo lo que subvirtió su espíritu aventurero, desde las muchachas en flor hasta
los libros más antiguos. Amó los elementos que le fueron dados en esta travesía
de amor y lucha incansable. De principio a fin y después de sus días, Pedro
Jorge, para quienes admiramos su obra y amamos su presencia en este mundo, Los Animales puros se ha convertido en sucedáneo
de su autor, según la certera proclama de Iván Egüez. No obstante, no es
arriesgado decir que su autor se parece también, cada día más, a su obra máxima,
como animal de singular pureza vital. La
reseña Cien años de un animal puro,
libro necesario que viene hacer justicia a un autor imprescindible de nuestra literatura
suramericana, nos devuelve a Pedro Jorge el amigo, el maestro de generaciones,
el intelectual combatiente, al ser humano luminoso e iluminado que tanta luz arrojó
sobre los contrastes de su tiempo claroscuro.
Una imagen
navega en mi memoria bajo el faro de su egida. La única vez que no lo vi sonreír,
Pedro Jorge dejó escapar una lágrima ante el retrato de Salvador Allende, que aún
permanece colgado en la sala de su morada. Esa tarde confesó que la última vez
que había llorado fue el 11 de septiembre de 1973, el día que murió el Presidente
chileno. Su viril tristeza me conmovió profundamente. Había venido a su memoria
un tiempo de luchas y amores. Ese día empecé a creer que uno lleva sus muertos vida adentro, según la propia afirmación de
Pedro Jorge. Un sentimiento similar irrumpe en mi espíritu cuando evoco a este animal puro, emerger del recuerdo como
un barco de la bruma.
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