Por Leonardo
Parrini
Cierta vez lo
dijimos en la ponencia para nuestro texto Decapitar
a la Gorgona: la corrupción ¿una moral de la crisis?: existe una moral del Ayllu, una ética de lo colectivo cimentada en las
relaciones ancestrales de un comunismo
primitivo que imperaba en las sociedades tribales de los territorios
preincaicos e incásicos de lo que hoy es Suramérica. Pero esa América morena
fue perdiendo su capacidad de auto subsistencia económica y autonomía política,
para convertirse en conglomerado de naciones capitalistas desarticuladas entre
sí, dependientes de dinámicas mercantiles y culturales impuestas desde latitudes
foráneas.
En esa moral
colectiva de autosuficiencia se aseguraba la reproducción humana y del propio
sistema social, sin las contradicciones abismales que caracterizan a la
sociedad de clases. El estándar de vida de los pueblos incásicos de los
territorios donde hoy se asientan Perú, Bolivia y Ecuador era boyante, con todo
lo necesario para subsistir en colectividad. Esos pueblos habían comprendido la
necesidad de organizar la sociedad en función del bien común y habían
desarrollado la capacidad de convertir sus recursos naturales en abastecimiento
y riqueza; y, por tanto, en bienestar plural.
Pero un mal día
llegó el advenedizo hispano, sediento de oro y fama, hambriento de poder y
ebrio de prepotente afán de conquista, obseso por imponer la cruz y la espada a
contracorriente, avasallando culturas, creencias, tradiciones y modos de
vida, sin importar otra cosa que el dominio ipso
facto sobre el territorio invadido. Tres
siglos de resistencia aborigen no fueron suficientes para impedir la implantación
de un sistema de dominación política y económica caracterizado por la servidumbre
de la encomienda feudal traída por los españoles al nuevo continente.
Posteriormente a
la imposición colonial, la lucha por la Independencia y los procesos de formación
republicana no lograron cambiar la matriz histórica de dominación política, explotación
económica y exclusión social de los pueblos amerindios. Los criollos habían
heredado un sistema de exclusión social basado en los privilegios de casta y
apellido, de alcurnia y heredad. Quien intentase subvertir ese orden era
asesinado, expatriado, sometido en la hoguera del oprobio. Y las voces que se
alzaron en contra de esa realidad fueron silenciadas por el estertor de la
ignominia o por el silencio del olvido.
Y así se escribió
una historia que consigna dos grandes contradicciones:
la del hombre con el hombre en la explotación humana, y la del hombre con la
naturaleza en el uso irracional de los recursos a su disposición. El trabajo
explotado y la irracional transformación de la naturaleza han caracterizado el modus vivendi de nuestras sociedades subdesarrolladas.
El saqueo ha sido la forma tradicional de apropiación social y natural. He ahí
el desafío que implica un cambio de la matriz histórica: revertir las relaciones
de explotación del hombre por el hombre y del hombre en depredación de la naturaleza.
Ese desafío implica
el cambio de la llamada matriz productiva. Pero ese giro transformacional debe suponer
un cambio en las relaciones de producción y no solamente del fruto de lo producido,
sino esencialmente en la forma de producir y en el uso y tenencia de los medios
de producción. En otras palabras, el cambio de matriz productiva es un cambio
de matriz histórica, y no sólo una diversificación de la producción, porque
conlleva una transformación de las estructuras económicas que debe reflejar, a
su vez, una voluntad de cambio político.
Hoy día, uno de los
factores claves de poder está en la capacidad de ejercer soberanía sobre los recursos
naturales. Más que nunca esos recursos se convierten en elementos estrategicos de
los pueblos en vía de su desarrollo social y económico. Al mismo tiempo, los recursos
no renovables como petróleo, oro, plata, carbón, gas natural, madera, agua potable, diamantes, cobre,
aluminio, entre otros, despiertan el apetito de las
potencias industriales, por la precariedad de dichos recursos en sus
territorios, necesarios para mantener su hegemonía económica, geopolítica y tecnológica.
Una nueva moral social
emerge a partir de estas necesidades históricas: ya no es dable seguir siendo
territorios ricos, pero rodeados de pobreza. Salir de esa situación es cuestión,
en primer lugar de voluntad política, y en segundo lugar, de decisión económica.
En eso consiste el proceso de cambio de la matriz histórica. Una dinámica política,
social y económica que debe hacernos pueblos libres de dependencias internas y
externas, en un acto de soberanía que es preciso reafirmar de manera urgente. Un
nuevo orden mundial se perfila, a partir de una nueva correlación de fuerzas y
el surgimiento de bloques de conceso regional y subregional. En ese nuevo
ordenamiento, el Ecuador encontrará un espacio protagónico, a condición de que haga
prevalecer la soberanía popular sobre sus recursos estrategicos, amparado como país
en las propias leyes vigentes y, por sobre todo, en la decidida voluntad de sus
gobernantes de ejercer esa soberanía en el ámbito nacional e internacional.
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