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sábado, 1 de marzo de 2014

CARNAVAL O LA FIESTA DE LA CARNE



Por Leonardo Parrini

Tiempo de carnaval. Carne-levare, que significa abandonar la carne, en el latín popular. Pero si queremos verlo al revés, Carne vale, tiempo de comer carne. Cuenta la tradición que el Carnaval tiene orígenes en las fiestas paganas en honor al dios Baco, el dios del vino, las Saturnales y las Lupercales romanas, o aquellas que se realizaban en Egipto en honor del toro Apis. Desde sus inicios, hace 5000 años, según algunos historiadores, el Carnaval se expandió por Europa y llegó a América en barcos de navegantes españoles y portugueses en el siglo XV. Cualquiera hubiere sido su origen, el Carnaval es la época del desenfado de la carne. El común denominador de esta celebración es la permisividad en los excesos carnales. Precisamente, porque en la noche de Carnaval todo vale, es que hay que ocultar el rostro con máscaras, como un evidente síndrome de vergüenza.  

En la actualidad el Carnaval, como vivencia social, recoge las dos acepciones en la práctica mundana: ser la exacerbación pagana de la carne y ser el inicio de la abstinencia en cuaresma. Un contrapunto entre la sociedad hedonista que nos impulsa a la manifestación de los instintos, y la sociedad restrictiva que pretende ser, bajo la egida de la religiosidad, puritana e hipócrita. Esta concupiscencia desatada en los días de Carnaval, contrasta con el recogimiento espiritual de los días de continencia, como dos mundos contrapuestos. Resulta ser que en esta época, como en ninguna otra del calendario, esa disonancia cognoscitiva entre el pecado y la purificación refleja, el insoslayable leiv motiv humano por la vida. Entre el placer del pecado y la redención del pecado, el Carnaval remite al introito, la entrada, al tiempo de purgación caracterizado por el juego de lanzar agua al otro para purificarlo en su manifestación carnal.

En otro aspecto, el Carnaval en su carácter festivo relativiza el sentido del poder vigente y las verdades oficiales, situándose al margen de la potestad autoritaria, sin llegar a subvertirla del todo. Esta fiesta que bordea por fuera la estructura dominante de lo establecido, invierte las normas, las soslaya por un periodo de tiempo mientras dura la festividad. Es el mero reflejo de una constante humana de evasión, del ir y venir en busca del paraíso perdido, donde el goce de los sentidos y el espíritu absoluto se entronizan en un mismo Carnaval y redimen al hombre de su horror histórico. Una brecha de espacio y de tiempo permisivos, sin reglas ni limites prestablecidos. Tiempo lúdico que en la sociedad consumista, se traduce en vacaciones. Tiempo de ocio, como punto en común de toda fiesta de Carnaval que equivale a un periodo exclusivo, donde termina el placer de la carne y empieza la tentativa de trascendencia mística en actitud de religiosidad. Esa es la otra faz del Carnaval, carne levare, donde es dable suprimir el goce de la carne a cambio de una espiritualidad trascendente. El Carnaval no sólo es espacio temporal, sino además espacio físico, reducto de fiesta que hace uso de la calle, en los centros populares, para manifestar la algarabía en el espíritu espontáneo y creativo de la comparsa.

¿Qué hace que el ser humano busque la exaltación de la carne, previo a entrar en recogimiento espiritual?

Una realidad ambigua que tiene lugar en Carnaval. Por un lado la necesidad de desenfado carnal, como expresión de libertad, sin miedo al juzgamiento; por otro, el ocultamiento del rostro tras la máscara, como síndrome de culpa o vergüenza espiritual. Bajo la apariencia lúdica de la fiesta, subyace una trasgresión de la norma espiritual a la que, tarde o temprano, el carnavalero resulta sometido. Ese paréntesis de carnalidad extrema, previo al abandono del placer, es un juego de escondidas entre el hombre y un Dios que observa y juzga a la criatura que se escabulle sin libertad. Autonomía perdida, presa de su propia carne, y luego, a merced del espíritu absoluto de su regentador. Este tránsito de lo carnal a lo espiritual, de lo demoniaco a lo divino, simboliza el constante oscilar del hombre, atrapado entre las dos caras de su condición humana.

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