Por Leonardo
Parrini
Hoy, mientras
leía un texto de Mario Benedetti en ese magnífico libro suyo, Primavera sobre una esquina rota, subrayé
algunos párrafos donde disgrega sobre el transcurrir del tiempo: cómo quisiera cerrar los ojos y empezar de
nuevo y abrirlos después con una tardía lucidez que traen los años, pero con la
vitalidad que ya no tengo. Cerrar los ojos, no para mis corrientes
pesadillas sino para tocar el fondo de las cosas, agrega a renglón seguido. Y
me quedé pensando con los ojos cerrados, buscando la sensación sugerida en busca
de ese trasfondo esencial. Fue entonces que sentí el lápiz entre mis dedos. Si,
el lápiz de madera y grafito que deja una huella negra de carbón sobre el papel
blanco. Lo sentí con esa revelación
organoléptica que recupera el sentido de las cosas materiales por la vía de la
textura, del tacto que nos aproxima a ellas. Sentí una tibia felicidad que
nacía en mis dedos y se esparcía por todo el cuerpo. De pronto, esa sensación
me llevó al fondo de las cosas. Al menos de esa cosa relacionada con el lápiz que apretaban mis dedos. Dicen que es
un rasgo de neurosis fijarse tanto en los detalles, o detenerse en un detalle,
cuando la perspectiva de la situación es más amplia. Es que siempre me he
detenido en los detalles, porque en ellos está el mito como dice Barthes. Seguí
sintiendo la textura y temperatura del maderito de escribir entre mis dedos,
mientras subrayaba la frase de Benedetti. Pero ahora se sumaba el aroma del
papel del libro impreso ya hace algunos años. Ese aroma que permanece atrapado
entre las hojas de los textos impresos en papel bond de 90 gramos. Un aroma que
me resulta lejano y familiar, que emerge persistente desde un tiempo ido. Ese
aroma que ya no percibimos a menudo, porque ahora la vida transcurre frente a
un computador y nuestros dedos no sostienen un maderito con una mina en la
punta que deja la huella de la escritura sobre el papel. Ahora nuestros dedos
pulsan teclitas cuadradas de plástico y la huella, mecánica, aparece en una
pantalla de cristal que se va poblando
de signos. Que estamos en la era digital, que el texto electrónico reemplazará
al texto impreso, que los signos lingüísticos son los mismos, pero se ven distintos,
que nada se compara a sentir un libro entre las manos mientras leemos en voz silente.
Lo curioso es
que tuve un doble encuentro con esa especie de revelación de los sentires táctiles.
El texto de Benedetti hablaba de llegar al
fondo de las cosas por esta tardía lucidez que traen los años. Y es exactamente
lo que sentí, mientras me deslizaba, de cuerpo entero, por un agujero imaginario
de la página del libro, hasta reaparecer en ese universo atrapado entre el texto
y el papel. Es la magia de la lectura, me dije. Es esta alucinación que produce
leer, meterse en la mente del otro, en los sentimientos e ideas que
quiso expresarnos con signos lingüísticos agrupados en una línea de sucesión interminable
de letras, en un presente absoluto. Porque leer es un acto de aquí y ahora. No
se puede leer en pasado, ni en futuro. Leer es atrapar el sentido al
vuelo, un vuelo irrepetible. Esa misma linealidad del texto permitió a Saussure
hablar del signo lingüístico como una cadena de significantes y significados, formada
por fonemas que encierran en cada sonido monosílabo un instante preñado de
sentido expresivo.
¿Para dónde voy
con todo esto? No lo sé, a ciencia cierta. Quise escribir sobre la sensación
que me produce en las manos un pequeño cilindro de madera, con un grafito en su
interior: el lápiz. Ese maravilloso instrumento de escribir, que en la memoria
es un artefacto hondamente relacionado con la infancia, al menos, con la de nuestra
generación. Claro, porque es posible que un niño de hoy se sienta más familiarizado
con los cuadraditos plásticos del teclado de una laptop o con la pantalla táctil
de un iPad. A dónde va a ir a parar nuestra motricidad fina, digo yo. Ahora son
otras las destrezas requeridas para expresarnos por esa vía del signo impreso, estampado
sobre el soporte digital. Que ya
hemos perdido aquella destreza que me hizo tan feliz al subrayar el texto de Benedetti:
sentir la tibieza del maderito, su aroma a escuela y jardín. Que nos hemos
olvidado palpar la huella indeleble que deja sobre el papel. Imborrable, al menos,
lo que dura una fugaz eternidad. Más perenne, en todo caso, que este signo en
la pantalla que siempre he sospechado irreal, que no existe sino en lo virtual. Que intocable asoma solo para ser visto, y luego desaparece,
y no radica en ningún lugar, como la luz que se enciende y apaga en la pantalla
embustera del computador.
Aún no despego
la mina del papel y evoco el gesto de mi padre untando la punta del lápiz en
sus labios humedecidos. ¿Para dar más intensidad a la marca del carbón? O es aquel
gesto de extraño poderío que nos invade cuando dominamos un objeto con el irremplazable
sentido táctil. La grandiosa potestad del contacto físico con las cosas, esa realidad
que el mundo virtual nos roba cada día.
Ahora ya no abrazamos a nuestros amigos, los posteamos, los bloqueamos o eliminamos
de ese universo fatuo de la red social,
con la misma ilusoria idea de que ya no existen más, porque nunca han existido en la realidad. Cierro un instante
los ojos, en el texto subrayado…y los abro, justo en el trazo de carbón, bajo
la parte de la frase que dice: tardía
lucidez que traen los años…Nunca es tarde para volver a empezar, para
llegar al fondo de la cosas, me susurro a mismo. Será porque todo comienzo es
joven, como sugiere Benedetti.
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