Por Leonardo Parrini
En uno de sus libros escritos sobre
niños y para niños, Había una vez, Vicente
Parrini incluyó un epígrafe de una frase dicha por un menor de 9 años: me gusta el cine porque se parece a la
calle. Al cabo de sesenta años de ese episodio descubro que la frase -que le
habría gustado acuñar al más pintado crítico de cine- cobra más sentido que nunca,
por el simple hecho de que la representación artística es la lucha por el registro
esencial de lo real, noblemente recreado.
Mucha agua ha pasado bajo el
puente en cuanto al desarrollo de los recursos y soportes para representar
la vida; y, en ese afán, registrar la imagen realista de lo que acontece se ha
vuelto pura representación. En esta tarea el cine marca sustanciales diferencias
con la televisión. La caja de la idiotez
como la definió Marcuse, desde su propia etimología se impuso, para conjurar
las separaciones espaciales, enviar imágenes desde puntos distantes, y esa característica
marcó la principal precariedad de la imagen televisiva: la vertiginosidad por
sobre la memoria.
El cine es esencialmente memorial,
ontológico, se detiene en el ser para recrear su sentido. Y en ello busca y
propone un discurso en contexto donde el hombre se reencuentra a sí mismo, como
ente individual y colectivo. Mientras que la tele es una metáfora de la despersonalización
del ser humano, sacado de su entorno existencial por el avasallamiento de
imágenes arbitrarias que lo someten al vértigo de la alienación de sí mismo.
El cine, en su lenguaje narrativo,
es sintáctico y gramatical, por aquello que heredó de la literatura: contar,
decir, registrar en la memoria para la memoria. La televisión, contrariamente,
busca lo circunstancial y transitorio, lo desenraizado; de allí que sus imágenes
conforman collages arbitrarios carentes de secuencias. El montaje cinematográfico,
como lo entendía su creador, Serguei Einsenstein, remite a un orden secuencial donde
predomina la serena pasión evocativa, como sustrato del relato fílmico. En tanto,
a tele, no tiene historia, no cuenta nada, todo acontece allí y ahora, en la retórica
de un presente, sin memoria ni devenir, que finalmente se convierte en ausencia.
El cine como expresión autoral
–no el cine industria- es profundamente ontológico, cuando remite al ser. Por
eso reconstruye lo cotidiano de la calle, como un valor de la realidad en lo
consuetudinario de la vida. Y lo hace en un orden sustantivo e histórico, que
ocurre en el espacio-tiempo de lo real y en un ritmo de profundidad por sobre
lo superficial. En eso el cine se asimila a la literatura.
La tele, a diferencia, alude a
lo impersonal y trata de imitar la vida con imágenes
en tiempo real, en un incesante simulacro de lo vital, que no es más que parodia
de existencia con vertiginosidad. En eso la tele se asimila al pastiche y –permítaseme
decirlo- con todo lo que aquello supone de bastardía. Sin embargo la tele es más
individualista, unidimensional que el cine, puesto que éste sí evoca en sus contenidos
la armonía y contradicción que existe entre lo singular y colectivo.
Por eso el insólito afán del
video -soporte natural de la televisión- de emular al cine en sus estéticas
visuales, es un clamoso contrasentido y paradojal cinismo de reconocer que
carece de un lenguaje propio. Cuánta parafernalia tecnológica desplegada para parecer cine; por ejemplo, la cámara Red
One 5X, cuyos fabricantes probablemente la concibieron pensando en producir imágenes
en el estilo de una vieja Harry Flex, mientras que por otro lado buscaban, obsesivamente,
la extrema alta definición del HD, episodio que no refleja si no otro absurdo tecnocrático
de la posmodernidad.
Pero no seamos ingenuos, el
sentido de las cosas suele traslaparse y alterar los roles: así como hay mal
cine, también puede haber y hay buena televisión. La diferencia no está en el
formato, sino en el sentido de hacer las cosas. El desafío consiste en acortar
las distancias, guardando las proporciones, tanto en los contenidos como en las
formas audiovisuales de uno y de otro. Salvo las distancias exponenciales y
formales, la tele y el cine comparten hoy la digitalización de la realidad por
medio de la tecnología en constante innovación como una opción ineludible del
discurso audiovisual.
¿Qué supone ésto en lo concreto? Como hubiera querido el niño del libro Había una vez: el día que la tele se parezca a la calle, habrá dado un paso
gigante en su emulación del cine. Solo media la distancia entre el talento y el
sentido de hacer las cosas de un modo distinto. Entonces, cine y tele serán
realidad recreada con nobleza e imaginación, vida pura.
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