Por Leonardo Parrini
Una de las críticas más ácidas
que se puede plantear a la ciencia es atribuirle rasgos ideológicos. Por la
sencilla razón de que nos vendieron la idea de que la imparcialidad de la ciencia,
por su carácter fáctico y positivista, garantizaba la realidad. La ciencia o las
ciencias que surgieron en el modernismo, eran indiscutible criterio de verdad sobre los fenómenos
de la naturaleza y de la sociedad. Todo lo que la ciencia tocaba se convertía
en oro en polvo recién descubierto.
Así, transcurrieron los
promisorios dos siglos iniciales del sistema capitalista, aupados por aires
renacentistas burgueses, anunciadores del nuevo mundo que dejaba atrás la larga noche feudal. Se superaba un periodo
en el que la fe ciega respondía al designio de los dioses y la brujería a la premonición
metafísica que había imperado en la sociedad tras muros del feudalismo. Una
sociedad monacal y agraria que impuso dogmas y pseudo verdades absolutas que
fermentaron en la relación mágica, pero tortuosa, del hombre con la naturaleza.
Convivencia humana con el entorno natural que estuvo marcada por el temor ante aquellos
fenómenos geofísicos desconocidos e inexplicables. Creencias y suposiciones que
se vinieron al suelo con la capacidad de ver más allá de la oscuridad
medioeval.
La gran divisa de la ciencia
fue, precisamente, su grado de certeza. Pero también su posibilidad de formulación
hipotética sobre un futuro que se avizoraba con nitidez, bajo la mirada
arrogante del método científico en su indagación de la realidad que desgarraba
la telaraña ideológica impuesta por el oscurantismo religioso. La ciencia, hija
de la observación natural, entonces descubrió lo orgánico en la estructura anatómica
del hombre que reemplazó a Dios; y al teocentrismo, como núcleo del universo,
por la visión antropocéntrica de la vida. El organicismo imperante en los
albores del capitalismo, y luego proyectado sobre las estructuras sociales, no
hizo sino confirmar la influencia de la ciencia sobre la ideología.
El fin de la ciencia
Pero la historia dio un giro y
la ideología se tomó la revancha con la ciencia, extraviándola en la opacidad de
esa niebla que lo envuelve todo. El discurso fáctico, la aproximación hipotética
que todo lo comprueba, la proyección de futuro, el soporte materialista y dialéctico
de la ciencia dado a las utopías que dejaron de ser sueños para convertirse en
leyes de la historia, se derrumbó como obsoleto tinglado. Y la Modernidad dio
paso a la Postmodernidad, ese trance de la historia en el que nos encontramos solos
en el mundo sin dioses, pero también desprovistos del método certero y garantizado
de la ciencia.
Sin embargo, la vida sigue su
curso sin otros referentes y hoy el hombre retorna a una relación mítica con la
naturaleza: la deifica y sacraliza y no la entiende ontológicamente, sino como
una metáfora de un paraíso terrenal. No importa en la realidad de fondo la
conservación utilitaria del entorno, sino su observación mística, bajo una
mirada subjetiva y encantada por la fascinación ecologista que sólo ve entornos
idílicos e intocables, inaprovechables e inexplotables, por tanto, sin beneficios
para su usuario natural: el hombre.
La polémica que provoca la decisión
estatal de explotar recursos naturales no renovables subyacentes en el Yasuní, mayor
zona biodiversa del mundo, confirma el retorno de la ciencia a la ideología. Ratifica
el romanticismo que caracteriza la mirada subjetiva sobre la naturaleza. Decreta
el predominio de lo ideológico político, por sobre lo científico ecológico. Es
ese el tenor del debate sobre Yasuní ITT, que no permite profundizar sobre el
verdadero significado de este emblemático tramo de geografía amazónica. Tanto
así, que en lugar de sugerir un foro nacional de rasgos más bien analíticos, se
lanzan amenazas de plebiscito como si la simple opinión electoral de las mayorías
transitorias –a favor o en contra de algo o de alguien- fuera suficiente criterio de verdad y garantía
de razón. Más aun cuando se avizora que en ese ejercicio plesbicitario –no obstante, democrático- existe un alto grado de contaminación política coyuntural
que, -cual parangón del bosque nublado selvático-, es opacidad de una niebla
ideológica que lo envuelve todo impidiendo ver con nitidez la realidad.
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