Por Leonardo Parrini
El oficio de escribir está poblado de canallas y tontos que no se dan cuenta
de lo efímero que es escribir, decía Roberto Bolaño, considerado un autor maldito
por ser una suerte de parricida de generaciones
anteriores a quienes fustigó ácidamente. Ahora que el mercantilismo se ha
convertido en el becerro de oro para evaluar el rendimiento de la creación humana,
hablar del chileno Roberto Bolaño resulta poco menos que una urgencia y, al mismo
tiempo, una ganancia de ese tiempo dedicado a las cosas esenciales de la vida.
Evocar a Bolaño a diez años de
su muerte acaecida el 15 de julio de 2003 en espera de un trasplante de higado a sus 50 años de edad, es hablar de un mito,
como dice Vargas Llosa. Un mito alimentado por sus años de agonía, escribiendo en las sombras con un pie en la tumba, en trágica vida y muerte temprana. Una existencia dramatica que no ensombreció el extraño sentido del humor de este escritor, para muchos considerado un celebrador de la vida.
Bajo su apariencia modesta de adolescente cincuentero, Bolaño mantuvo firmes
convicciones que emanan de sus textos con universo propio.
Bolaño es santiaguino, hijo del camionero y boxeador León Bolaño
y de la profesora Victoria Ávalos, quien le insufló el hábito de
la lectura que llega a convertirse en adicción
enfermiza prohibida por los médicos. Su juventud transcurre en México, allí
define su vocación poética a los 15 años sin mediar nada a cambio, una apuesta
sin vislumbrar el futuro que le deparaban las letras como escritor infrarrealista, rebelde radical y provocador
a tiempo completo.
Roberto Bolaño comenzó escribiendo
poesía con una apuesta de vida o muerte,
según sus propias palabras, buscando una vida
desmesurada, con versos anti románticos, prosaicos por definición y doctrina.
Escritor fecundo y rotundo, Bolaño escribe apuntes en pequeñas libretas que luego serán
textos de mayor alcance existencial que poblarán las páginas de sus libros.
Un redentor de sí mismo
Sus amigos de juventud eran muchachos drogadictos, compañeros de ruta circunstancial en su residencia en Blanes, Costa Brava, España, ciudad a la que viaja con su madre a mediados de la década
de los años setenta. Allí escribe profusamente, pero es rechazado por las grandes editoriales. Opta
por participar en concursos literarios, sin conseguirlo, por la falta de dinero para
hacer las copias exigidas por los organizadores de los certámenes. Se entrega a
la escritura con dedicación obsesiva, sin tregua y sin pausa, como quien
escucha una sola voz: la suya, emergida desde la médula de los huesos.
La literatura nazi en América, su primer libro aceptado por Seix
Barral, una invención de personajes y libros es un texto brillante, inteligente, cargado de humor e ironía, según palabras
de Vargas Llosa. Vino luego Estrella
distante, la historia de un piloto de avión, poeta, que escribe versos volando
su avioneta en el cielo. Vendría luego Nocturno
de Chile, que debió llamarse Tormenta
de Mierda, como habría preferido Bolaño, en rechazo a la dictadura de Pinochet,
pero su editor no dejó el título original por considerar que espantaría a
ciertos lectores timoratos.
En las librerías
de Blanes mantiene relaciones de amistad con libreros a quienes confiesa sus pretensiones
literarias, como aspiraciones de jugar en
las grandes ligas intelectuales. Pero la suya no es literatura fácil, es una literatura que tiene que crear a sus
lectores como dice Vargas Llosa, para
ser verdaderamente popular y ese proceso
tardó unos años.
Una acertada definición es
decir que Bolaño es un escritor vigoroso
que cree en el poder lenitivo de la literatura.
Allí está Los detectives salvajes,
la novela donde esboza la bohemia rufianesca mexicana con asombroso realismo.
Escribe evocando sus vivencias anteriores y escuchando música en un viejo walkman y calienta su esmirriada humanidad
en una destartalada estufa en su apartamento de Blanes, durante los crudos
inviernos europeos. Tiempo de templanza del cuerpo y del alma que Bolaño asume
como redención de sí mismo. En el verano de 2003 deja inacabada su última novela,
2666, y delega instrucciones para ser
publicada de manera póstuma.
A dos lustros de su muerte, Roberto Bolaño es el escritor natural de los jóvenes,
que deben leer y leer, según su propia recomendación. Será porque escribe libros que uno empieza comprándo o robándolos y termina leyéndo
en busca de inteligencia, valentía y
desesperanza, sustrato que ínsita a la reflexión y mantiene vivo a Bolaño, el último maldito, más allá de su prematura partida.
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