Por Leonardo Parrini
La última vez que coroné el crater del volcán
Tungurahua todavía el fuego no moldeaba su garganta ardiente en su última
erupción del siglo XX. Fue en abril de 1999 cuando la Mama Tungurahua despidió
el milenio con un rugido telúrico de aliento freático que estremeció los cielos
azules, sobre la verde campiña tungurahuense, y cambió el paisaje de esa
comarca de frutas y flores.
La Mama Tungurahua, cada ciertos
lustros suspira amante del Taita Chimborazo, eso dice la leyenda ancestral que cuenta
su pasión telúrica por el volcán más alto del mundo. De esa cópula terrenal se engendró
el Guagua Pichincha, el joven volcán que
vigila la capital ecuatoriana. Esa misma leyenda dice que de celos arde la montaña,
celos de que otros dioses pueblen la tierra ecuatorial.
Un ascenso al cielo
Cuando en abril de 1999 trepábamos
las faldas de la Mama Tungurahua, en ascenso vespertino hacia la cumbre de 5.029
metros s.n.m., miré a lo lejos al Taita Chimborazo, majestuoso vigía de Los
Andes, dorado por el flanco occidental y azul
por el oriente, bajo la luz textural del sol que se hundía allá en el mar. Y
lloré, hincado sobre las faldas de la Mama, lloré lágrimas de emoción y
gratitud por tanta extraña e inmerecida belleza ante mi ojos.
Tungurahua tiene origen en una combinación de los términos quichuas tungur ( garganta) y
rauray (ardor), significando en lengua quichua garganta de fuego, boca telúrica de territorio andino por donde habla la Pachamama. ¡Qué privilegio impagable haber dominado la
luz del mundo desde la altura de su cráter
a 5.029 metros! Desde allí, oteando el horizonte hacia el oriente continental
se divisan los afluentes del Amazonas, río que da sentido a la vocación ancestral
del Ecuador; y, por el poniente, el mar Pacífico que da razón de la
convicción oceánica del país ecuatorial.
Era abril de 1999 y el domo que contenía
la furia en ciernes del magma volcánico de la Mama Tungurahua recién se acababa
de trisar, peligrosamente, cuando visitamos el cráter del volcán. Y fue
entonces que alertamos a la población, a pesar de la demanda del alcalde de
Baños que se negó a evacuar a sus habitantes por motivos “turísticos”. Finalmente,
luego del reportaje que sacamos al aire en el programa de televisión Primer Impacto, se impuso la cordura
ante la loca geografía del Tungurahua que despertaba después de un siglo de
letargo geológico y la ciudad fue evacuada.
Entonces Baños de Agua Santa se convirtió
en pueblo fantasma. Los animales domésticos yacían muertos en la calles por el
abandono de sus amos. Las ventanas batían
sus hojas al viento, bajo el silencio sepulcral del pueblo abandonado por sus pobladores. Excepto por Efraín, un anciano que permaneció escondido en el entretecho de un
altillo de su vivienda para cuidar las palomas que solía alimentar. También se quedó el cura de la iglesia que se negó a
salir, porque decía sentirse protegido por la Virgen de Agua Santa.
Luego de iniciar el ascenso a la
una de la madrugada desde el refugio ubicado a 3.000 metros a mitad de camino de la
cumbre, coronamos el cráter a las ocho de la mañana con el camarógrafo Carlos
Martinez de Gamavisión. Nos acompañaban guías y técnicos del Instituto Geofísico
de la Escuela Politécnica Nacional que constataron el estado crítico del volcán,
pocas horas antes de estallar en la última erupción del Tungurahua del siglo XX que
dio paso al primer periodo eruptivo del nuevo milenio que aún
permanece en actividad.
Patricia Motes, vulcanóloga del
IG, nos explicaría más tarde que el Tungurahua es un estratovolcán que permaneció
en reposo desde los años 1916 y 1918, fechas en que explotó su caldera y vació la
simiente de fuego sobre las quebradas aledañas hasta el rio Chambo, que
discurre por la campiña de Baños. El
pueblo, en ese entonces, quedó atrapado por una tenaza de fuego y lava ardiente
entre Vascún y Agoyán, entre los vértices de un triángulo de magma que se
iniciaba en la cúspide del volcán.
En 1999 el Tungurahua erupcionó
con potencia inucitada y brindó un espectáculo piroclástico de pavorosa hermosura. Por
las noches de la boca del cráter salían lenguas de fuego que lamían la bóveda
nocturna con rugidos estremecedores. Por las faldas de la Mamá Tungurahua descendía
el magma volcánico en una escena cargada de sensualidad terrenal. No he vuelto a ver otra
danza freática desde entonces.
Siempre que regreso a la provincia del Tungurahua,
de paso por Baños, hago una reverente señal a la Mama Tungurahua que permanece eterna
en las memorias del fuego, haciendo honor a su nombre. Vigilante desde el centro
de esta comarca andina, selvática y oceánica. En el corazón inquieto de este
Ecuador, volcánico desde siempre y para siempre.
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