Por Leonardo Parrini
Tiempo de elecciones, buena época laboral para publicistas,
maquilladores y escribanos de discursos. Como cualquier otro producto de consumo
masivo los políticos-candidatos remozan su imagen con nuevas poses fotográficas, gel contorno
de ojos para esas arruguitas que no siempre son sinónimo de experiencia y un
desempolvado look electoral que sintonice con las archiconocidas aspiraciones
populares.
Como diría Roland Barthes, en los detalles está el mito. Político que no
sepa esa verdad propagandística, mejor que renuncie o cambie de publicista. En
las entretenidas clases universitarias de Semiótica aprendimos que el mito
es, ni más ni menos, que un discurso elaborado como simulacro, sobre otro discurso
real. Y esa luminosa verdad nos ha
servido para leer la realidad circundante
y cachar las verdaderas intenciones de los interlocutores.
Uno de los mitos que se pone de moda en campaña electoral es el del político-candidato
con visión de futuro, sintonizado en todo momento con el porvenir de los
electores. Esa premisa mítica va de la mano de la idea de que el político es un
hombre incansable que trabaja, de sol a sol, los siete días de la semana. A un político-candidato en vacaciones o feriado largo –y ya tendremos algunos- siempre se lo verá trabajando, en un mitin, repartiendo sonrisas
y manos extendidas al populacho. Esto implica el reconocimiento de que la política
es una profesión y que los políticos, aun en vacaciones, trabajan por el pueblo.
Mito perfecto. Pero junto con la aceptación natural de que el político trabaje
en vacaciones –circunstancias que debiera disfrutar en privado-, se concluye
que la idea del trabajador permanente es
falsa, puesto que sus vacaciones tampoco son reales. A no ser que el político
candidato tenga la gracia divina de servicio al pueblo a full time, o el don de la ubicuidad de estar en todo momento y en todo
lugar al mismo tiempo. Mito completo.
El mito del político-candidato comprometido, a tiempo completo, con el pueblo
tiene su parafernalia en el montaje de los escenarios donde el candidato enfrenta
a la masa de electores. Y ese montaje guarda estrecha relación con los signos físicos
de la imagen del candidato que se materializa en la fotografía oficial de
campaña. Los lenguajes son múltiples. El político trabajador incansable con visión
de futuro y comprometido con el pueblo, posará con una sonrisa a medio camino, con
la vista perdida en un punto indefinido sobre su cabeza. El que quiera
transmitir credibilidad, se atreverá a mirar a la cámara con un gesto indefinible,
pero de claro lisonjeo con el espectador. El mito de la foto sonreída y
futurista busca vender la idea de un candidato (a), sincero, honesto,
trabajador, un hombre o mujer común y corriente emergido del seno del pueblo, con
una familia bien constituida y una vida modesta. No ha de faltar la foto del
candidato saludando, abrazando y hasta besando a todo mundo, aunque al llegar a
casa se lave las manos con desinfectante, como reconoció un conocido político
quiteño que todavía intenta ganar una elección presidencial. Lo cierto es que nadie
se muestra tal como es y para eso se valen del mito con estudiados detalles en la puesta en escena del
marketing político.
El poder de la imagen hablada
Todo político aspira a ese instante mítico, de crucial encuentro
con la masa. Ese momento trascendental de su carrera en que la imagen se funde
con la palabra en un golpe de efecto de memorable alcance. Algunos políticos ecuatorianos,
a través de la historia, lo consiguieron. Velasco Ibarra, intuitivo en épocas en
que el marketing político no se conocía en Ecuador dijo: Dadme un balcón y seré presidente, confiado en su verbo mixtificador.
Jaime Roldós sobre la tarima de un estadio quiteño, minutos antes de morir en
un accidente aéreo, se despidió en emotiva arenga, con un Viva la Patria que aun estremece al país. León Febres Cordero
juró por Dios y por la Patria no
traicionar al pueblo, una noche de cierre de campaña en la esquina más
populosa del puerto de Guayaquil. Sixto Durán, en plena guerra con el Perú,
ante una plaza abarrotada de angustiados ciudadanos, prometió con voz enronquecida
no dar ni un paso atrás ante el enemigo. El Presidente Correa ha hecho de este
recurso escénico una técnica discursiva constante; pero, sin duda, el momento de
mayor efecto popular lo tuvo la mañana del 30 de septiembre de 2010 cuando descubrió
su pecho ante enardecidos policías golpistas y los instó: si quieren matar al Presidente, háganlo.
Son pocos los políticos que se atreven a tales extremos. Basta con una
buena fotografía y una perfecta maquillada. Los políticos-candidatos que nos quieren
vender la idea de trabajadores incansables
posarán en camisa con las mangas recogidas en la sierra y guayabera, sin
mangas, en la costa. Aquellos que además quieran proyectar imagen familiar, se tomarán fotografías en pleno mitin con un niño en sus brazos -de preferencia humilde- o una
ancianita de sonrisa desdentada. El que se proponga proyectar una imagen juvenil,
tecnológica, no es raro que saque una Tablet para consultar un dato ante las cámaras. La idea es transmitir la
imagen de un lider dinámico, sensible, futurista, un servidor público ideal.
Y como anticipo a los detalles míticos de campaña, ya vemos algunos políticos-candidatos,
antes derrocados por corruptos, ahora con camisa blanca, pulcra como la imagen
remozada que quieren proyectar. Oligarcas recorriendo los suburbios de la
miseria con jeans y camiseta. Banqueros con facha de obreros, ricachones con
disfraz de pobres, predicadores con una biblia en la mano, faranduleras sexis y
bobaliconas y un largo etcétera. Todavía estamos a tiempo. Desconfíe de estos
montajes propagandísticos y no se olvide: en tiempo de elecciones, en los
detalles está el mito.
Es más una forma de hacer eso, es peor cuando nos ocultan la verdad y además violan nuestro derecho de libre expresión
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