Por Leonardo Parrini
Decir que el mundo de Oscar Niemeyer
es curvo, no es una obviedad, sino la constatación de un hecho singular: como
arquitecto detestó la normativa capitalista de construir estructuras sociales y
diseñar obras arquitectónicas basadas en líneas rectas, más cerca de la lógica
formal positivista que de la dialéctica. Fiel a este principio, Niemeyer concibió
estructuras curvas, sensuales y amables, expresión de la armonía que existió
entre su talento y la estética del universo natural donde ningún elemento es rectilíneo
y, por el contrario, predominan óvalos cual metáfora misma de la vida.
El rasgo esencial de la
epistemología con la que Niemeyer concibió el mundo encuentra sus raíces en la
propia estética de Río de Janeiro, su urbe natal, que forjó la pasión del joven
arquitecto por lo torneado, emulación de las formas corporales de las garotas
cariocas y el perfil sensualísimo de los montes que rodean la bahía del
Corcovado. Lo que me atrae es la curva libre y sensual, la curva que
encuentro en las montañas de mi país, en el curso sinuoso de sus ríos, en las
olas del mar, en el cuerpo de la mujer preferida, diría Niemeyer como genuina declaración
de principios.
Su juventud
bohemia trascurrió en la barriada de Laranjeiras donde conoció a Annita Baldo,
hija de inmigrantes italianos con quien se casó. Al concluir la década de los
años veinte, Niemeyer entabló amistad con jóvenes cariocas revolucionarios que
influyeron en su espíritu rebelde que lo llevó a militar en las filas del Partido
Comunista brasilero, siendo ya un arquitecto renombrado.
Cuando
comienza a consolidar sus pasos profesionales
recibe la influencia de La Corbusier, creador del L´esprit nouveau de corte dadaísta, quien ya detecta las
posibilidades constructivas y plásticas del hormigón armado. Fruto de esa relación
nace el proyecto del edificio de la ONU en New York y una serie de realizaciones
arquitectónicas en su país, incluido el diseño de la capital Brasilia y del
Palacio de Itamaraty que lo catapultaron como celebridad mundial.
Pero sus
logros fueron más allá de las estructuras sensuales y audaces con que Niemeyer
le cambió la faz al mundo, también su espíritu humanista le hizo acreedor, en
1963, al Premio Lenin de la Paz. La dictadura militar que rompió la convivencia
democrática en Brasil en 1965, lo obligó a exiliarse en Paris, ciudad que
convierte en la sede de sus nuevos proyectos arquitectónicos como mezquitas en
Argel, la sede de los comunistas en Paris, la editora Mondadori en Italia,
entre otras magnas arquitecturas europeas. De regreso a Brasil, en los años
ochenta, realiza el diseño de importantes arquitecturas de carácter cultural
como museos, bibliotecas y teatros, signos de su concreta vocación en favor de
la cultura.
La muerte sorprende
a Oscar Niemeyer a los 104 años en plena labor creativa, prueba de ello es el inconcluso
proyecto de un estadio para la realización de la Copa Mundial de Fútbol Brasil
2014 que evidencia su energía vital y vocación de futuro. La obra de
Niemeyer se inscribe -como el mismo dijera- en la arquitectura de la invención.
Arquitectónica de rasgos escultóricos que, con un elemento estructural, roba existencia donde
hay un vacío. Ruptura de ese espacio yermo es el resultado de sus arquitecturas
de un abstraccionismo pletórico de humanidad. Su vida se asemeja a sus obras:
recia, consecuente, integradora. No en vano al final de sus días Niemeyer dijo
a manera de corolario vital o lúcido epitafio: Cuando miro hacia atrás, veo que no hice concesiones y que seguí el buen
camino. Eso es lo que da una cierta tranquilidad.
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