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jueves, 6 de diciembre de 2012

EL CURVILÍNEO MUNDO DE NIEMEYER


Por Leonardo Parrini


Decir que el mundo de Oscar Niemeyer es curvo, no es una obviedad, sino la constatación de un hecho singular: como arquitecto detestó la normativa capitalista de construir estructuras sociales y diseñar obras arquitectónicas basadas en líneas rectas, más cerca de la lógica formal positivista que de la dialéctica. Fiel a este principio, Niemeyer concibió estructuras curvas, sensuales y amables, expresión de la armonía que existió entre su talento y la estética del universo natural donde ningún elemento es rectilíneo y, por el contrario, predominan óvalos cual metáfora misma de la vida.



El rasgo esencial de la epistemología con la que Niemeyer concibió el mundo encuentra sus raíces en la propia estética de Río de Janeiro, su urbe natal, que forjó la pasión del joven arquitecto por lo torneado, emulación de las formas corporales de las garotas cariocas y el perfil sensualísimo de los montes que rodean la bahía del Corcovado. Lo que me atrae es la curva libre y sensual, la curva que encuentro en las montañas de mi país, en el curso sinuoso de sus ríos, en las olas del mar, en el cuerpo de la mujer preferida, diría Niemeyer como genuina declaración  de principios.

Su juventud bohemia trascurrió en la barriada de Laranjeiras donde conoció a Annita Baldo, hija de inmigrantes italianos con quien se casó. Al concluir la década de los años veinte, Niemeyer entabló amistad con jóvenes cariocas revolucionarios que influyeron en su espíritu rebelde que lo llevó a militar en las filas del Partido Comunista brasilero, siendo ya un arquitecto renombrado.

Cuando comienza a consolidar sus pasos profesionales recibe la influencia de La Corbusier, creador del L´esprit nouveau de corte dadaísta, quien ya detecta las posibilidades constructivas y plásticas del hormigón armado. Fruto de esa relación nace el proyecto del edificio de la ONU en New York y una serie de realizaciones arquitectónicas en su país, incluido el diseño de la capital Brasilia y del Palacio de Itamaraty que lo catapultaron como celebridad mundial.

Pero sus logros fueron más allá de las estructuras sensuales y audaces con que Niemeyer le cambió la faz al mundo, también su espíritu humanista le hizo acreedor, en 1963, al Premio Lenin de la Paz. La dictadura militar que rompió la convivencia democrática en Brasil en 1965, lo obligó a exiliarse en Paris, ciudad que convierte en la sede de sus nuevos proyectos arquitectónicos como mezquitas en Argel, la sede de los comunistas en Paris, la editora Mondadori en Italia, entre otras magnas arquitecturas europeas. De regreso a Brasil, en los años ochenta, realiza el diseño de importantes arquitecturas de carácter cultural como museos, bibliotecas y teatros, signos de su concreta vocación en favor de la cultura.

La muerte sorprende a Oscar Niemeyer a los 104 años en plena labor creativa, prueba de ello es el inconcluso proyecto de un estadio para la realización de la Copa Mundial de Fútbol Brasil 2014 que evidencia su energía vital y vocación de futuro. La obra de Niemeyer se inscribe -como el mismo dijera- en la arquitectura de la invención. Arquitectónica de rasgos escultóricos que, con un elemento estructural, roba existencia donde hay un vacío. Ruptura de ese espacio yermo es el resultado de sus arquitecturas de un abstraccionismo pletórico de humanidad. Su vida se asemeja a sus obras: recia, consecuente, integradora. No en vano al final de sus días Niemeyer dijo a manera de corolario vital o lúcido epitafio: Cuando miro hacia atrás, veo que no hice concesiones y que seguí el buen camino. Eso es lo que da una cierta tranquilidad.

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