Por Leonardo Parrini
La primera vez que lo vi fue
en un festival de Viña del Mar, allá por los años sesenta. Era verano y como
tantas otras veces, la canción estival para enamorar a una colegiala a orillas
del mar, la trajo enredada en su guitarra Leonardo Favio.
Era la suya entonces una música
pura que desempolvaba viejas reminiscencias de tango y balada urbana, de versos
simples que reencontraban lo poético en la cotidianeidad de las cosas, sin
pujes de academia. Sus primeros versos aletargados caían con voz de ronca
ternura y se adentraban en el corazón como viejos compañeros de soledades inconfesadas.
Eran los años de hogares tibios e infancias robadas por el amor prematuro,
apretujado en el vano de una puerta, de besos furtivos y palabras de ansiedades
sin calmas.
Cuántas veces se anticipó Favio
-en tantas de sus canciones- a esa declaración de amor, confesión que siempre quisimos
musitar al oído a la noviecita de barrio, a la chiquilla inocente que conquistamos
con lo mejor de su repertorio.
Con sus canciones en los
labios anduvimos de la mano de una púber colegiala y acariciamos su pelo tatareando sus estribillos como una promesa. En sus letras fuimos un poco pájaros
sin nido, amantes de esquina arrabalera, bohemios transeúntes de una soledad
que solo Favio comprendía en su pentagrama de trovador urbano.
Ya no tengo duda que alguna
vez me añoraron, como en el bar de Favio, a la espera que siempre regrese en una
melodía a poblar el corazón de la amante juvenil. Sentimiento recíproco de
amores de estudiante. Aquellos que se llevan aprisionados entre las hojas de un
cuaderno y se confiesan en un corazón dibujado en la corteza de un árbol.
Ahora que se ha muerto Favio,
viene en el aire una melodía veraniega que se pone a esperar a la noviecita en
una esquina de soledades rotundas. Porque nadie como Favio para atrapar el
verano en sus canciones y hacerlo germinar de parejas caminando de la mano. Sus
versos de suburbana amargura, sus consonancias de pibe o alegrías efímeras, porque
hasta sus dichas cantó con buen ritmo de tristeza mía y nada más. Mentira, porque es de
muchos, de tantos, de todos los que dejamos crecer nuestro corazón de ilusiones
con sus canciones de juglar citadino.
No, no vamos a olvidar a Favio. Cómo no recordarle y olvidarnos que sus canciones nos devuelven al alma del niño que fuimos, al amante furtivo, al soñador de versos robados. Ahora
que se fue cantando por esas calles vacías de una infancia robada en el tumulto de
cemento que se agita silencioso como en una película muda. Sólo déjanos la
chance de encontrarte, Leonardo -otra
vez será- en el bar, mientras tú también esperas que el amor te redima de esas
soledades perentorias de las que sólo tu música pudo ampararnos en esa ronca
ternura tuya. Hasta, entonces, !a tu salud, camarada, viejo juglar de barrio!
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