Por Leonardo Parrini
La destitución del presidente Fernando
Lugo, sustentada en un acuerdo del Congreso paraguayo por una
mayoría de 39 votos contra 4, cuyo argumento fue “el mal desempeño de sus funciones”,
desencadenó la inmediata reacción de los países latinoamericanos que, con un denominador
común de rechazo al nuevo régimen, manifestaron su intención de aislar y desconocer
al entrante gobierno de Federico Franco.
A simple vista las decisiones
de Argentina, Ecuador y Venezuela de retirar sus embajadores de Asunción y la
de Chile, de llamar a consulta a su representante diplomático ante Paraguay,
hablan de una vocación constitucional y madurez democrática en un continente que
ha permanecido buena parte de su historia republicana regido por dictaduras,
militares o civiles, que por gobiernos legitimados en la voluntad popular. Bajo
esa epidermis constitucionalista asistimos a la consolidación de una diplomacia
montonera, de bloque y de acuerdos colectivos, gracias a la nueva correlación
de fuerzas políticas que impera en América Latina.
Una diplomacia que presiona, pero
no sanciona; que insinúa, pero no concreta. Los acuerdos de rechazo en los
organismos subregionales como Mercosur y las Cumbres presidenciales, hasta este
instante, no se muestran suficientes para motivar y conseguir la reposición del
mandatario paraguayo depuesto. Anteriormente observamos el mismo fenómeno ante
el golpe de Estado que depuso al presidente Manuel Zelaya de Honduras, quien
tuvo que dejar el cargo, sin vuelta atrás, pese a la presión latinoamericana contra
los usurpadores del poder en ese país.
¿Qué hace que seamos un continente
de fácil palabra y difícil acción?
Somos un continente
declaratorio que gusta de los gestos espectaculares, de histrionismos políticos
y golpes de efecto propagandístico, muy común en los regímenes que miden fuerzas
y sobreviven a través del impacto que las estridencias del verbo provocan en
las masas electorales.
Los países sudamericanos,
conducidos por políticos de liderazgos temperamentales, nos unimos en las
formalidades y protocolos que nos
proyectan con buena imagen ante las cámaras. Pero cuando se trata de imponer el
respeto a nuestros derechos, nos quedamos en el discurso de una realidad continental
donde todavía mantienen vigencia la demagogia política, la desigualdad económica
y la exclusión social.
La razón que explica este panorama
de diplomacias declarativas es que, dicho en verdad, aun no consolidamos un proceso
de unidad continental que vaya más allá de las coyunturas y nos permita actuar coludidos,
por un mismo destino, frente a las presiones externas de potencias transnacionales.
Todavía nos importa mucho el qué dirán
los EEUU o los organismos multilaterales que nos otorgan créditos a cambio de
actuar bajo sus designios.
Vivimos una democracia que luce
bien en los desfiles cívicos y en los foros académicos, pero que en el fondo no
alcanza el poder de una voluntad política intransable. Esa misma democracia
simulada nos hace practicar una diplomacia de podio que insufla estridentes discursos,
pero que consigue escuálidos resultados en la práctica.
Qué falta que nos hace falta
vivir una democracia convertida en forma de ser más soberanos ante nosotros mismos
y ante el mundo. Una democracia que permita ejercer una diplomacia, con menos
ruido y más nueces, que imponga el respeto por nuestros mejores principios continentales
como sociedad madura en la convivencia y en la connivencia de pueblos hermanos.
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