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lunes, 11 de octubre de 2010

¡HABLA BIEN, POGUEON..!















 



  Por Leonardo Parrini

Si el hombre viviera al descampado de la realidad seria destruido, rápidamente, ya sea por júbilo, ya sea por espanto. Esta estremecedora sentencia de Robert Graves nos da la dimensión de la importancia vital del lenguaje como elemento mediatizador entre el hombre y su entorno. La palabra es aquella nomenclatura que permite distanciarnos convenientemente de las cosas y de los acontecimientos. Sin los sustantivos que nombran entes y los verbos que describen actos, la realidad nos ocurriría sin mediaciones, sin tregua posible, destruyéndonos. El lenguaje atenúa la experiencia de la realidad que pueda herirnos; del momento que nombramos una cosa ponemos distancia, separándonos de su presencia real. El lenguaje nombra, por lo mismo, mediatiza. Podemos nombrar el dolor, los miedos, y también la alegría. El lenguaje es una malla que nos protege de la realidad, sugiere Graves.  

En una reciente entrevista de prensa el sicólogo y escritor chileno Otto Dörr alerta del peligro de degradar el lenguaje y perder con ello la condición que nos define como seres humanos. Dörr enciende la alarma señalando que los chilenos, como en ningún otro país de Latinoamérica, hablan un lenguaje excrementicio que en siquiatría se denomina coprolalia, propio de ciertas demencias secundarias a la destrucción de los lóbulos centrales del cerebro que procesan las experiencias éticas del individuo.

Este lenguaje coprolalio del chileno estaría caracterizado por la carencia drástica de sustantivos, lo que da una baja referencialidad en el uso del idioma, porque no denotamos las cosas por su nombre propio sino por seudo metáforas comparativas. El fenómeno del mal hablado está generalizado en Chile, señala Dörr, con el uso de un lenguaje que “consiste en que una palabreja, en un comienzo empleada como insulto, se ha transformado no sólo en sustantivo, verbo y adjetivo de uso indiscriminado, sino también en final obligado de cualquier frase. Ahora bien, como esta palabreja se acompaña regularmente de otras groserías basadas en contenidos anales y genitales, tenemos que el habla cotidiana del chileno se está aproximando a un tipo de lenguaje muy patológico”

Ejemplo de ello, en lugar de decir hombre, decimos gallo; o polla para referirnos a una chica o huevón para nombrar a un sujeto. Pero lo más sintomático de esta suerte de fijación patológica es que las metáforas son abrumadoramente alusivas a las zonas sexuales. Un lenguaje de garabato degradado estética y éticamente a niveles de coba delincuencial. Y lo más curioso, apunta Dörr en una entrevista con Cristian Warnken para su programa Una nueva belleza de TVChile, que ese lenguaje de bajo fondo es adoptado por damas de alcurnia y caballeros de alta posición social y económica, mientras que los campesinos chilenos mantienen una elegancia y formalidad en el trato con los semejantes propia de hábitos refinados, lo cual no deja de ser extraño. Algo parecido ocurre en Ecuador que, mientras más bajo es el estrato social de una persona o su origen es rural, se advierte el uso prolijo del usted en lugar de tutear al otro, como un síndrome de prudente distancia, timidez o respeto.

Otra característica de la degradación del dialecto chileno es el exceso de muletillas o dichos de imposible traducción internacional, al punto que obliga a la publicación de glosarios de términos chilenos  junto a  determinadas obras literarias para posibilitar su comprensión. La falta  notable de pronunciación correcta de las palabras es otro clásico chileno. Un amigo locutor me decía que hay que pronunciar todas las silabas de una palabra para locutar o hablar bien: eso es exactamente contrario a lo que se practica en Chile.

Dörr explica que las elites sociales consideraron cursi pronunciar correctamente y entonces adoptaron un dialecto donde las palabras se arrastran, o no se pronuncian completamente, o simplemente, son remplazadas por otros términos que, arbitrariamente, consideramos como sinónimos. Ej. Cachai por ver. 

De alguna manera Gabriela Mistral había reparado en este fenómeno al decir que los chilenos hablamos en forma deshuesada, con pobreza de vocabulario y uso mal sano de términos. Más allá de lo cómico que resulta oír hablar a un chileno típico, el tema es grave porque las autoridades educativas no se han percatado de que en el lenguaje radica nuestra existencia nacional, parodiando a Heidegger que dejó escrito que el lenguaje es la morada del ser. Lenguaje que ha permitido el desarrollo de la civilización y de la cultura, pero también la apertura del hombre a la dimensión espiritual y trascendente, como acota Dörr. 

Según esta afirmación ¿hemos sufrido una involución los chilenos de mal hablado? El origen del lenguaje está en la mutación brusca del hombre, cuando se separa del chimpancé de mandíbula paralela y laringe elevada. El hombre se pone de pie y logra desarrollar una laringe más baja y  mandíbula no paralela, lo que le permitió hablar un lenguaje articulado y fonético con la consecuente construcción sintáctica de frases que posibilita el pensamiento discursivo, superando la simple emisión de emociones mediante sonidos guturales propia de la animalidad.  Los chilenos, argumenta Dörr, por una suerte de aislamiento geográfico antes de la invención del jet, no tenían con quien hablar como país, y eso pudo haber deformado nuestras fosas nasales influyendo en la forma de articular y fonetizar las palabras que son emitidas de manera altisonante y chillona.

La sentencia lapidaria a la que llega Dörr es que Chile morirá como nación, así como han desaparecido otras culturas en el pasado, si continuamos en esta práctica cotidiana de lenguaje excrementicio o coprolalio. Puesto que la atrofia del lenguaje trae la atrofia de la capacidad de pensar, no se puede pensar sin palabras, lo que equivale a un ocaso como grupo gregario. Y “sin pensar no hay conocimiento ni creatividad. Y entonces cualquier aspiración que tengamos de llegar a ser un país desarrollado será en vano”, concluye Dörr.


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