Foto de Leonardo Parrini. Busto de Salvador Allende. Universidad Central. Quito, Ecuador
Por Leonardo Parrini
Había llegado a Chile procedente de Cleveland, Ohio, luego de abandonar su trabajo de guardia fronterizo en la policía montada norteamericana. La mañana que Gilbert Kudrin, con sus dos metros de estatura, me interceptó en los patios del Pedagógico de la Universidad de Chile, causó en mí la más surrealista impresión. ¿Qué hacía un gringo de cabezota calva en el más furibundo reducto universitario de la izquierda chilena, preguntando en spanglish ¨por el compañero presidente”? Eran los días de la ola de sentimiento antiyanki que invadía Chile, como un tsunami político que no distinguía el agente secreto del gringo, turista y bonachón, que se bajaba del avión con su cámara golpeándole la panza.
Cuando pude entender que se trataba del mismísimo Salvador Allende, quien era inquirido por el gringo, mi sorpresa fue mayor mientras conducía al visitante hasta el Centro de Estudiantes para verificar su procedencia e intenciones en el país. Kudrin, luego de algunos vericuetos idiomáticos pronunciados con cándida ingenuidad, logró convencer a los inquisidores compañeros que se trataba de un norteamericano loco que ¨sentía simpatía por el proceso de la Unidad Popular¨, y que se había propuesto conocer al Presidente Allende, a quien admiraba por sobre todas las cosas.
Al cabo de un par de semanas de gestiones, a través de la Federación de Estudiantes de Chile, logramos conseguir una cita con el primer mandatario y hacer que Allende se sustraiga unos minutos de su agitada gestión, pocos meses antes del golpe, para recibir a nuestro invitado. Allende hacía gala de hospitalidad y ameno conversador; la tarde otoñal que nos recibió en un salón adyacente a su despacho en La Moneda, no fue la excepción.
Con gesto amable le dijo a Kudrin ¨Bienvenido a Chile compañero, siéntase como en su casa¨. En seguida ordenó abrir una botella de Concha y Toro Cabernet Souvignon, procedente de los valles centrales chilenos que una secretaria trajo acompañada de sendas empanadas de horno. Reafirmaba así nuestro anfitrión, con empanadas y vino tinto, los símbolos de la Revolución, que nos implicó a todos, sin excepción.
Mi amigo trepidaba de emoción, sin atinar a decir palabra, hasta que pronunció en un pésimo español ¡Salud compañero presidente, viva la revolución chilena! Allende sonrió de buena gana y empujó su copa de vino hasta el final. Un vino amable de aromas frutales, color intenso, taninos densos y aristocráticos, muy acorde con la personalidad de nuestro anfitrión.
Lo que vino luego, es historia conocida. Al cabo de unos meses, en septiembre del 73, Gilbert Kudrin me escribía desde Cleveland que había formado un comité para ¨salvar mi vida y la de los compañeros que quieran acogerse a la invitación de venir a vivir a Ohio¨. No lo hicimos, y en cambio conservamos como una reliquia el boleto de avión que nunca nos llevó a su tierra natal.
Leal, como el buen vino
La tarde del otoñó del setenta y tres que nos brindó su hospitalidad, Salvador Allende había cumplido, 31 meses en la Presidencia, desde de la noche del triunfo electoral el 4 de septiembre del 70, cuando frente a la fachada de la Sede la Universidad de Chile, dijo: ¨A la lealtad de ustedes, responderé con la lealtad de un gobernante del pueblo, con la lealtad del compañero Presidente”
Lealtad que a sangre y fuego reiteró la aciaga mañana del 11 de septiembre de 1973, mientras los aviones de guerra chilenos bombardeaban la Moneda bajo el fragor de un combate desigual: ¨Yo no voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Y les digo que tengo la certeza de que la semilla que hemos entregado a la conciencia digna de miles y miles de chilenos, no podrá ser segada definitivamente. Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos¨
Hoy, cuando se cumplen 40 años de esa historia, la personalidad de Allende, surge intensa e incólume en el tiempo, como el buen vino, galvanizada en la memoria y homenaje de un pueblo al que fue leal hasta el último instante de su vida.
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