Por Leonardo Parrini
Uno de los hechos destacados de la última quincena política latinoamericana son las elecciones colombianas que tuvieron lugar el pasado 14 de marzo, en que las fuerzas conservadoras uribistas se repiten el plato en un juego electoral que huele mal, por efecto de la descomposición política y social que carcome al vecino país. Desde diferentes ángulos de observación nacional e internacional se señala con el dedo a “La democracia alardeada como la más antigua de la América hispana que se erige espuria en su boca”, capaz de organizar unas elecciones ilegales, fraudulentas, ilegítimas, dicen los observadores, y el propio gobierno que “advierte la inexistencia de garantías para los comicios electorales presidenciales del próximo 30 de mayo”: los pájaros tirándoles a las escopetas.
Algo huele muy mal en el país cafetalero o se le pasó de más el café a una clase política dirigente que hace alarde de luchar contra la violencia, el terrorismo y el narco tráfico, y que a la hora de buscar por todos los medios hegemonizar el poder por más tiempo, no es capaz sino de mostrarse a la faz del mundo como una elite que “se desnudó impúdica; mostró su cuerpo político corroído por la compra de votos, el constreñimiento a los ciudadanos, la amenaza armada a los campesinos, la promulgación como congresistas de los herederos de la narco-para-política”.
Suspensiones del fluido eléctrico en las principales ciudades a la hora del conteo de votos, falta de transporte para el desplazamiento de electores a los recintos, fueron algunas prácticas en los comicios más viciados que han tenido lugar en los últimos años en el continente. Mientras la Misión Observadora Electoral recibía cada minuto cientos de denuncias de fraude. El panorama electoral se desenvolvió con casi la mitad de los recintos sin mesas donde manifestar reclamos o recibir información sobre el proceso, lo que dio paso a un show de proporciones que tuvo como protagonistas a los sectores oficiales.
Con estos ingredientes la coalición oficialista amasó una mayoría en el Senado, los “herederos de la narco política”, el PIN, con un 9% dio la sorpresa; en tanto que la organización de Juan Manuel Santos bordea el 30%, y los conservadores una cifra cercana, con Sanín encabezando las elecciones internas que marcan una derrota de Andrés Arias, el delfín de Alvaro Uribe que recibe el primer traspié del proceso.
Las esperanzas populares apuntan a Antanas Mokus, el emblemático ex alcalde de Bogotá. Personaje histriónico que tuvimos oportunidad de entrevistar, hasta avanzada una fría noche bogotana, donde descubrimos la seriedad de un político que sumó el humor irreverente a su propuesta que hoy, con la tardía lucidez que traen los años, propone un futuro verde para su país.
Una izquierda colombiana, incapaz de capitalizar lo que la derecha despilfarra, léase la desconfianza en un sistema descompuesto desde la raíz, no apuesta a nada viable. Un país con pocas alternativas innovadoras encubre sus males con campañas mediáticas de alcance internacional, que emprende desde el gobierno uribistas, apoyado por sus socios norteamericanos. Invocación simulada de una causa perdida como la pacificación de un territorio donde el mejor negocio es la violencia, puesto que favorece a los traficantes de armas, de drogas y de proyectos políticos desgastados como la guerrilla y el uribismo que conviven en medio de la descomposición, como la pus en la herida.
En la desesperanza de un café que se enfría ante la boca de miles de colombianos, los bienintencionados dicen que “tendría que ganar Antanas Mokus en mayo próximo para pensar que algún día ese mundo tendrá remedio, pero eso es como soñar con que Colombia conquista el Mundial de Fútbol”, pero al mismo tiempo se lamentan: “aquí no hay sanción social, ni moral, ni siquiera de los medios”. Algo putrefacto se cocina del otro lado de nuestra frontera norte: la falta de norte de un país hermano que se descompone, como fruto caído bajo el sol tropical. No en vano el mismo bienintencionado reclama: No nos engañemos y admitamos que nos conformamos con una democracia reducida a sus justos términos: Colombia, una democracia espuria.
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