Fotografía Leonardo Parrini
Por Abdón
Ubidia
Al cristal llegan todos los
reflejos. Las gentes que pasan. Los rostros que se detienen absortos y se
asoman a la vitrina. Dentro de ella, los arreglos más diversos muestran todas
las mercancías del mundo. Allí están. Relucientes. Refulgentes. Se brindan al
transeúnte como vivas promesas. La
vitrina es un recinto misterioso. Es el espacio de lo Ajeno. De lo que aún no
tenemos. O de lo que no tendremos nunca.
El cristal de la vitrina refleja
muchas cosas. Pero también refleja
nuestro deseo de lo que no tenemos. Es la imagen cabal de la seducción. Hay una
coquetería propia de la vitrina. Allí las mercancías piden ser apropiadas,
poseídas. Se ofrecen como esclavas
animosas. Puede que no sean lo que parecen ser. Pero ese es el viejo oficio de
la seducción. Las niñas bellas lo saben bien. Deben embellecerse más. Para eso
se inventaron los cosméticos y las modas. Las niñas feas lo saben mejor:
tendrán que redoblar sus artificios. Rellenos, máscaras faciales, perfumes insinuantes
les ayudarán. Al igual, las mercancías se enmascaran con oropeles y embelecos
fastuosos. Y requieren de un escenario no menos insinuante: la vitrina.
Pero el juego seductor es
elusivo. Precisa de resistencias que vencer. Objetos al fin, las mercancías
solo oponen una condición: su precio. Entonces aparece en escena el dinero. El
siempre escaso dinero. Ni todo el oro del mundo podrá comprar todas las
mercancías de ese mundo. La ley de la oferta y la demanda falla desde el
principio. Siempre la demanda superará a la oferta. Tal el secreto de la
economía: la escasez. Porque lo que se demanda (un mendrugo o un diamante) es
lo que no tenemos. Por el contrario, "la ley del deseo", es
implacable y perfecta: deseamos lo que no tenemos. Los ricos la experimentan en
carne propia: quieren ser más ricos. Del otro lado del cristal de la vitrina,
los pobres la sufren doblemente.
La verdad de la vitrina cunde por
el mundo. La sociedad de consumo propaga esa verdad por los medios más
diversos. Cada avance tecnológico es aprovechado por ella de inmediato. Las
impresiones de alta calidad y el full color instalaron vitrinas fijas en
periódicos y revistas, pues eso son los anuncios publicitarios. Luego, el
televisor se convirtió en una vitrina viviente en el mismo espacio íntimo del
hogar, en la cual las ciudades, los mares y los continentes son solo la
escenografía de un mercado avasallante. El Internet potenciará ese modelo. Es
la vitrina infinita de mercancías infinitas. Frente a otro cristal -la pantalla
electrónica-, el individuo moderno cree poseer el mundo. Pero solo imágenes
tiene a su haber. Ni todo lo que ve son mercancías. Ni todas esas mercancías
son mucho más que un embrujo hipnótico. A veces son innecesarias, otras, ni
siquiera existen. Son la imagen virtual de una economía virtual en la que, en
todo el planeta, el valor de cada transacción mercantil genera valores
financieros de casi 400 veces más, es decir, puros papeles. Acaso la verdad de
la vitrina del mundo actual sea, en el fondo, tan imaginaria, como el sueño. Y
tan frágil como el cristal.
Hoy he visto un niño de espaldas
a una vitrina de juguetes y llena de adornos navideños, con Papá Noel y
guirnaldas verdes y rojas. Mendigaba. Más allá de que este ya es un lugar
común, muy aprovechado por la buena y mala literatura, hay que reconocerle a
ese niño una sabiduría cierta. Sabe que la vitrina no le concierne. No es para
él. Pero sabe además que, a sus espaldas, se yergue un muro poderoso que separa
los ámbitos de los pocos integrados y los muchos marginados. Es un muro de
vidrio. Y la historia de los grandes muros ya se sabe. O no sirvieron de mucho
como la gran muralla china, o se cayeron como el de Berlín. La interminable
frontera que resguarda el mundo actual y que separa ricos de pobres; que
muestra a los ricos dentro de la vitrina y a los pobres fuera de ella, acaso
sea, lo repetimos, tan frágil como su
mismo cristal. Vale la pena, aunque fuese por navidad, pensar en ello.
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