Por Leonardo
Parrini
Como dice la canción de Silvio Rodríguez: hasta dónde debemos practicar las verdades...
Como dice la canción de Silvio Rodríguez: hasta dónde debemos practicar las verdades...
Una pregunta
urgente y necesaria en un mundo en el que las versiones de la realidad pasan por
verdades absolutas; y las percepciones, como apariencias ciertas. Para los
trabajadores de la palabra -periodistas, cronistas, escribidores, en fin-, no
es desconocido que el oficio de registrador
de la realidad ha cambiado desde tiempos en que el periodismo fue asumido
por “abanderados de ideales e intereses en pugna”, que tomaban partido por esto
y aquello, muchas veces subvencionados por los propios bandos en conflicto.
Solo a inicios del siglo pasado la reflexión crítica de los periodistas
permitió una especie de autocontención
que derivó en posturas éticas, con cierto
sentido de responsabilidad
profesional ante la sociedad que, finalmente, serian reguladas en la
deontología de prensa.
Uno de los
pilares de la ética periodística habría de ser la independencia respecto del
poder político y económico imperante. No obstante, en la pura y dura realidad,
las empresas informativas han hecho caso omiso de tan mentada independencia y
se vuelven obsecuentes frente a los poderes fácticos. Un abierto desenfado
adoptado por los medios situados por sobre la ciudadanía, hace posible que la
afirmación del dueño de The Wall Street
Journal, -William P. Hamilton-, se convierta en declaración de guerra de
los empresarios de la prensa: Un periódico es una
empresa privada que no le debe nada al público, el cual no le ha concedido
ninguna franquicia. Por lo tanto, el interés público no tiene influencia.
Enfáticamente, es propiedad de su dueño, quien vende un producto manufacturado
bajo su propio riesgo.
Confesión de que
los medios renuncian a representar la “posibilidad de debate público”. Un
terreno minado para quienes pretendan practicar la diversidad informativa. La
confrontación de ideas sucumbe, inexorablemente, y así “pone en manos de unos
cuantos poderosos el control de la información que se traduce en un discurso
homogéneo”. Esta unívoca versión de la realidad explica la dificultad de
distinguir matices en la orientación editorial e ideológica de los medios,
propiedad de corporaciones o empresas vinculadas y desconocidas para el
público.
¿Qué rol le
compete al ciudadano común y corriente en la defensa de su derecho a ser adecuadamente
informado? En primera instancia, abandonar su papel de “espectador acrítico” de
falsas realidades publicadas en las páginas de periódicos, emisiones radiales y
en las pantallas de la televisión. Poner bajo sospecha la retahíla de sucesos
inconexos que son aceptados como verdades indiscutibles, por el simple hecho de
salir en “la prensa”. Una sobredosis de datos descriptivos que anula la
capacidad de pensar y de discernir entre lo verdadero y lo falso. La disyuntiva
mediática oscila entre ser fuente de conocimiento, o una industria, cuya
información es mera mercancía o discurso político.
En Ecuador de
hoy el debate sobre el rol de los medios de comunicación no pasa -como algunos
pretenden argüir-, por la disyuntiva entre la vigencia de la libertad de
prensa, el silenciamiento o sometimiento de los medios al Estado. El tema a
discutir se relaciona con el rol que los medios asignan a sus públicos, más aun
en periodos de trascendentales decisiones políticas, -como las enmiendas
constitucionales-, que se debatirán los próximos días en la Asamblea Nacional
sobre la reelección de cargos de representación popular.
Se hace
imperativo reflexionar sobre la tendencia de los medios a estimularnos cierta
pereza cívica, la desmovilización por el
cambio social, convirtiéndonos en receptores embrutecidos y complacientes ante
un mensaje unidireccional que nos “da pensando” un desalentador futuro de la nación.
Amerita revelarnos ante el “espectáculo deplorable” de ser reducidos a la condición
de masa amorfa por un modelo informativo acomodaticio a los intereses de los
grandes empresarios mediáticos, que nos despoja de nuestra condición ciudadana.
Amerita irrespetar las falsas verdades que nos impone la comunicación social.
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