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sábado, 12 de enero de 2013

LA FOTOGRAFÍA O EL ARTE DE TRANSGREDIR


Fotografia Leonardo Parrini
Por Leonardo Parrini 
 
Desde la década de los años ochenta nuevas actitudes y formas de pensamiento crítico influyen en la cultura de la imagen, decretando el ocaso de la verdad en las artes visuales de la modernidad. El crítico de arte y fotógrafo catalán, Joan Fontcuberta, sugiere que toda fotografía es ficción que se presenta como verdadera, pero miente por instinto. Y una forma de superar el viejo dilema entre lo verdadero y lo falso es reemplazarlo por la afirmación cínica de que hay que mentir bien las verdades. Ya no importa si la imagen fílmica o fotográfica miente o no: de lo que se trata es saber qué uso se hará de esa mentira.

El privilegio de la imagen en la sociedad postmoderna habla de la obscena actitud de especular con los rasgos de los objetos reales en el ámbito de lo virtual. No interesa ya la experiencia de la realidad, sino su reflejo. No importan las características objetivas, sino la impronta de una imagen que fue construida y no plasmada de la realidad. Entre las verdades por descubrir y las mentiras por remozar, en medio del dilema, la fotografía aparece como una tecnología al servicio de la verdad.

Considerada una transgresión de la intimidad del individuo, la fotografía es para un creador como Henry Cartier Bresson un instante decisivo, acto sobrenatural, epifánico. Eventualidad que supone estar en el lugar exacto y en el momento oportuno, a la hora de obturar. Acaso por eso los fotógrafos somos considerados seres transgresores, incomodantes con la cámara en las manos, capaces de exacerbar con el sonido del obturador o el destello del flash el ánimo del más paciente. El solo hecho de que una foto queda plasmada en el celuloide, papel, o chip de una cámara digital, pone nervioso a quien ya no puede controlar la imagen de sí mismo, hurtada por el objetivo en el acto de fotografiar. Es lo que Jean Baudrillard denominó el “carácter pornográfico de la demostración”, es decir, la capacidad de mostrar un objeto “sin ocultamiento”, una obscenidad propia de la impertinencia del lente registrador.

La memoria de un reflejo

La acertada metáfora acuñada por Oliver Webdell Holmes, en 1891, para denominar a la fotografía como un espejo con memoria, nos remite al carácter esencial de esta técnica: su capacidad de devolvernos la imagen que, a diferencia del espejo, eterniza en el tiempo. En tal sentido, la fotografía transita el espectro de lo mágico, ilusorio, dado que espejo proviene de specullum, especulación. Este término recuerda la circunstancia de observar el cielo y reflejar las estrellas en el agua, o sea, otro reflejo especulativo. En rigor, el espejo refleja un reflejo, en tanto elimina la tridimensionalidad e invierte la imagen, igual que sucede en una fotografía. No es casual que la cámara fotográfica se valga de un espejo para recomponer el espejismo de la imagen que el lente capta invertida. 

La fotografía desprovista de su exclusiva naturaleza documentalista, deviene en arte y crea, a partir de objetos reales, imágenes “dotadas de riqueza y valores genuinos de forma y contenido”. En el fondo de esta nueva misión de la fotografía subyace lo que Diane Arbus considera el acto de “un instrumento de análisis y crítica”, que supone la existencia de un sujeto que observa y un objeto observado. No obstante, la fotografía es esencialmente un gesto de recreación. Fotografiar consiste en definitiva, “en una forma de reinventar lo real, de extraer lo invisible del espejo y revelarlo”, según la aseveración de Fontcuberta. De este modo, el mito modernista del espejo termina por desvanecerse y surge el privilegio de la huella, la ficción o indicio. He ahí el actual desafío del fotógrafo: observar detenidamente los seres que habitan su entorno, escudriñar los rasgos de su habitat y descubrir cuanto tienen de real o fantástico. Y luego, en un certero instante de transgresión, obturar para robarles el alma convertida en atisbo de esencialidad.

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