GRANDES TEMAS - GRANDES HISTORIAS

E c u a d o r - S u d a m é r i c a

lunes, 1 de junio de 2015

LA GEOMETRÍA DEL SOLITARIO


Por Leonardo Parrini

La valía de un hombre se mide por la cuantía de soledad que le es posible soportar, dejó escrito Nietzsche. Y quien dice que para soportar la soledad no hay una mímesis de gestos y palabras, en un diálogo interior que ejerce el hombre soliscista para sobrellevar el aislamiento. En la soledad de un cuarto poblado por la cotidiana convivencia contigo mismo hablas al espejo, sugieres, increpas, reniegas, escuchas y finamente te aceptas.

La soledad es la maestra que enseña con el tiempo lo que fuiste, eres y serás, un lugar donde encontrarte a ti mismo. Quién no se ha descubierto discutiendo con el otro yo. Esa voz replica que estar en soledad, es recordar sin ser recordado. La yerma geometría del solitario. En ese coloquio los recuerdos no pueblan, solo hacen más profunda la soledad. Y el ejercicio de la memoria que vaga sin rumbo entre ausencias y remembranzas, es derrotero incierto del hombre con algo de bestia gregaria en la complacencia del destierro.

Y en el soliloquio haces gestos que son la mimesis de repeticiones calcadas, logística de un reino en solitario. Una soflama que describe muecas de una puesta en escena cotidiana, revivida a diario, que confirma una secreta reincidencia. Hablas lo que haces. Verbalizas cuanto piensas, oralizas sensaciones: la soledad es una caja de resonancia de un discurso en sordina interior. Hay ausencias que representan un verdadero triunfo, dice Cortázar. Probablemente las palabras más intensas y verdaderas habrán sido escritas en paupérrima soledad. Pero otras soledades reflejan rotundos fracasos, certezas de pérdida y renunciación absolutas. Entonces lo que se escribe y describe oralmente en actos solitarios, remite a la nostalgia.

De todas las soledades, la más involuntaria es la que te infringe la ciudad que habitas. Cuando el tiempo va tragando los cobijos urbanos que antaño te fueron familiares, eres exiliado en los vericuetos de una ciudad que ya no reconoces propia. Un designio irremediable, negación citadina insoslayable que hace desaparecer los recuerdos y los espacios para evocarlos. Una casa derrocada en el lugar donde hicieron un edificio de apartamentos, un bar donde ahora hay un banco -como en la canción de Sabina-, una plazoleta en la que antaño jugaban niños, hoy es un sitio eriazo. El bohemio café donde te reunías con amigos, en su lugar hay un sitio de aparcamiento de vehículos.

Me ocurrió hace pocos días, en una calle cualquiera. El viejo caserón donde alguna vez arrendé un piso ya no existe, y en su lugar había un sitio yermo que se perdía bajo la maleza. En el instante de descubrir el cambio, me sentí expulsado de una urbe inhóspita en la más puñetera sensación de soledad. Aquella que no da tregua, ni concede consuelo. No me estuvo permitido el tránsito a la nostalgia. Ni la reconstrucción reminiscente de los signos del pasado. Quise echar mano a los vestigios con vocación de arqueólogo de la vida, pero fue inútil. La ciudad se borraba así misma y en esa difusa concupiscencia de rasgos extraños, perdía yo un tramo de vida ya irrecuperable en el idioma de los objetos para siempre. Entonces me dije: esta es la soledad extrema, haber sido expulsado tanto de las vivencias como de los recuerdos. Esa experiencia fue la estampa de un guión reinterpretado en la yerma geometría del solitario. Un juego de abalorios y espejismos que reflejan lo que ya no es. Tramoya de una soledad que te hace evocar sin ser evocado. Un ineludible síndrome de olvido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario