Por Leonardo Parrini
Madre hay una sola. Eso se colige, nada más, de un hecho biológico, pero la vida en sus múltiples tejidos entrevera lo contrario. Madres pueden haber muchas, y también una madre puede no serlo, a la luz de ciertas circunstancias. Bien sabemos que la maternidad se inicia con el hecho carnal de engendrar y parir hijos, hijas. No obstante, este no es un exclusivo rol de la mujer, sino más bien uno entre varios y, acaso, el más mitificado. Pero madre hay una sola en la significación embustera de la maternidad. Una maternidad considerada, al fin y al cabo, refleja, porque la naturaleza la ha dotado a mansalva del “instinto maternal” con la finalidad de preservar la especie, según Isabel Allende.
Madre hay una sola. Eso se colige, nada más, de un hecho biológico, pero la vida en sus múltiples tejidos entrevera lo contrario. Madres pueden haber muchas, y también una madre puede no serlo, a la luz de ciertas circunstancias. Bien sabemos que la maternidad se inicia con el hecho carnal de engendrar y parir hijos, hijas. No obstante, este no es un exclusivo rol de la mujer, sino más bien uno entre varios y, acaso, el más mitificado. Pero madre hay una sola en la significación embustera de la maternidad. Una maternidad considerada, al fin y al cabo, refleja, porque la naturaleza la ha dotado a mansalva del “instinto maternal” con la finalidad de preservar la especie, según Isabel Allende.
Múltiples roles atribuidos a la condición maternal, frecuentemente exacerbados por una sobredosis
de aspaviento frente a la maternidad, reducen dichas
funciones a una orden de caballería, en la que la justicia, la templanza, la fe,
la abnegación, la generosidad, la honra, la nobleza, en fin, son una misión
insoslayable de las madres.
Ser madre es “considerar que es mucho más noble sonar narices
y lavar pañales, que terminar los estudios, triunfar en una carrera o
mantenerse delgada. Es ejercer la vocación sin descanso, siempre con la
cantinela de que se laven los dientes, se acuesten temprano, saquen buenas
notas, no fumen, tomen leche. Es preocuparse de las vacunas, la limpieza de las
orejas, los estudios, las palabrotas, los novios y las novias; sin ofenderse
cuando la mandan callar o le cierran la puerta en las narices”, sugiere la escritora chilena.
La mater inmortal a la que le
está prohibido morirse antes de que alcancemos a retribuir sus oficios
maternales, nos deja irremediablemente huérfanos y culpables. Una orfandad culposa
que una literatura de segundo orden nos condena a cargar para toda la vida. Sobre
el tema de la muerte de la madre se han escrito caudales y caudales de palabras
agridulces. En páginas de irresistible sensiblería, la defunción maternal es otro de los mitos
alimentados con morbosa consagración por ciertos poetas empedernidos de decadencia,
cantantes trasnochados y comerciantes de estampitas varias. Un infra
sentimiento edipiano incalculable e incurable, propio de un prospecto psicológico
de grueso lomo.
¿No pueden, acaso, muchas mujeres actuar como madres, con iguales
sentimientos maternales hacia personas que no sean sus hijos? ¿Cómo es posible
pensar en una sola madre, cuando las diversidades sociales, culturales, raciales
y económicas muestran lo contrario? Madre no hay una sola. Están las madres
proletarias y madres burguesas, las madres marginales y madres aniñadas, las
madres amadas y madres olvidadas, las madres voluntarias y madres forzadas. Y así,
la dualidad discordante podría ir hasta el infinito. Sin embargo, leer un texto
de ciertas tarjetas conmemorativas del Día de la Madre y postales de bolsillo con
sabor a cosa muerta y aroma de clisé es edulcorante, propio de una cursilería de
dudoso gusto que incita a creer en una madre única, abstracta y abstraída de su
verdadero significado humano.
Hay madres voluntariosas y madres involuntarias. Madres abortivas y
madres compulsivas. Las unas eligieron una bifurcación de varios caminos, las otras
obsesivamente renuncian a su irrevocable rol de ser madres. Y frente a esa prerrogativa
de la mujer se fueron fijando -como en un insectario-, algunos preceptos inamovibles.
La mujer que aborta un embarazo es mala mujer. La madre que interrumpe su maternidad
voluntariamente, merece la condena social y legal. La mujer que proclama, lucha
y marcha por sus derechos reproductivos es puta, no puede ser sino puta, porque
no merece ser madre. Así el aborto, la antítesis de la maternidad obsecuente,
es visto como un delito mayor y la mujer que lo practica, una vil delincuente.
La vida en sus entreveros se impone de manera natural. Madre no hay una
sola. Son muchas mujeres en una. Están las que eligieron crecer en el ejercicio
de una profesión, aquellas que se entregaron a una causa política, las artistas
que no recrean sino arte. Y aquellas que entienden su condición femenina como
acto de protesta, un alegato contra el mayor mito que condena a la madre:
considerarla un ser único, insustituible y, por lo mismo, un ente ficticio que
impide verla en su real magnitud. A las madres con capacidad de ser diversas
mujeres a la vez, con su presencia más convincente, amerita dedicarles cada día
del año.
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