Por Leonardo Parrini
Sentado a la vera de una
calle cualquiera veo pasar la gente con un gesto de urgente destino. A mi lado,
un monigote de trapo con careta de cartón que simboliza el año que fenece, está
a punto de ser quemado; costumbre ecuatoriana de hacer borrón y cuenta nueva y chamuscar
sinsabores, anhelos incumplidos y sueños trastocados en frustración. Este
final de año, sin embargo, me resisto a los balances, dispuesto a vivir este último
día del año como un día más, un día menos. Como si la vida fuera un gesto notarial,
hacemos recuentos cada 31 de diciembre. Se ha vuelto de moda para la planificación
de los “modelos de gestión” consignar fechas, datos, cifras, hitos, en el afán
de periodizar la historia e inventariar la vida. Esa actitud notarial de registrarlo
todo, echa al traste la natural espontaneidad de vivir que debería acompañar nuestros
actos cotidianos. Y ese es el meollo de los llamados balances. Por lo demás, un término
sacado del léxico bancario, es decir, que sólo sirve para hacer cálculos, para cuantificar
la existencia como si ésta fuera un arsenal de hechos inamovibles. Al punto que
para el colega argentino Fernando Monacelli, los balances son una soberana estupidez.
Puesto que hay dos formas de ver la vida: la
ilusoria, la mágica, la que imagina que si cambia el año del almanaque el mundo
vuelve a empezar, y la otra: la vida es como un animal que corre sin freno ni
ciclos ni pausas con nosotros arriba, y ni siquiera sabe que nos aferramos a
los pelos de su lomo. La vida va y lo que podemos hacer al respecto es no
caernos.
Ya hace varios siglos
Aristóteles echó luces sobre este asunto: El
instante es la continuidad del tiempo, pues une el tiempo pasado con el tiempo
futuro. Sin embargo, empecinados en controlar el devenir y saldar el
pasado, hacemos balances cada vez que nos parece que a una fecha –convención del
calendario- le atribuimos un valor agregado para sacar brillo a una
cotidianeidad que, de otro modo, transcurriría opaca y lineal. Fue un coterráneo
del filósofo ateniense, Hesíodo, quién puso el dedo en la llaga del futuro para
sentenciar: desdichado el que duerme en
el mañana. Y sobre ese condumio pretérito de balances e inventarios, dijo J.P.
Sartre, hasta el pasado puede
modificarse, puesto que los historiadores no paran de demostrarlo.
Entonces si todo alrededor
es arenas movedizas, no existe una utilidad práctica o un sentido existencial de
fondo en el hecho de hacer balances. Si el futuro y el pasado están
encadenados en un instante presente, como un eslabón de una cadena interminable, ¿será acaso la necesidad de aplacar la
conciencia sobre el hecho de vivir sin reflexionar y cargarnos el pasado como
un lastre y mirar el futuro como una fantasía desprovista de imaginación lo que
nos lleva, compulsivamente, a inventariar la vida? El hombre es el único animal
capaz de angustiarse por el futuro y lamentar el pasado, por eso es el ser
viviente más infeliz.
Al
final de este viaje, triste sería constatar que la
estimulante locura de vivir, la deliciosa improvisación sobre lo incierto, es
un caso perdido. En alguna alforja habremos perdido esa incertidumbre de no
saber dónde empieza ni termina el camino. Y no se trata de perder la capacidad
de vislumbrar lo ignoto y de asombrarnos ante lo desconocido, todo lo contrario. ¿Acaso
la vida se ha vuelto más armoniosa con las señales estadísticas, balances y proyecciones
psicométricas?
Es
hora de devolvernos ese instante fecundo de respirar sin prisa y profundo,
antes de emprender un viaje, un vuelo o un asunto de índole personal. Los
balances tienen de malo el pretender evaluar contra resultados, en tanto que la
vida es un acto cotidiano que consiste en hacerla llevadera y, por tanto,
digna. No hay nostalgia peor que añorar lo nunca jamás existió, dice Sabina, y
tiene razón. No hay inutilidad y superchería
mayor que predecir el futuro con bolas de cristal, cartas echadas sobre la mesa
de la incertidumbre, obnubilados con inciensos mentales.
A pocas horas de quemar el monigote del
2014, me viene a la cabeza una sentencia de Gustavo Flaubert: El futuro nos tortura y el
pasado nos encadena. He ahí por qué se nos escapa el presente. Acaso, por esa sencilla razón, ya no queme al monigote y lo invite a
unas cervezas, a la vera de este camino incierto, puesto que la mejor alegría y
la peor angustia son la que se beben a trago lento.
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