GRANDES TEMAS - GRANDES HISTORIAS

E c u a d o r - S u d a m é r i c a

miércoles, 31 de diciembre de 2014

EL BALANCE DE FIN DE AÑO


Por Leonardo Parrini

Sentado a la vera de una calle cualquiera veo pasar la gente con un gesto de urgente destino. A mi lado, un monigote de trapo con careta de cartón que simboliza el año que fenece, está a punto de ser quemado; costumbre ecuatoriana de hacer borrón y cuenta nueva y chamuscar sinsabores, anhelos incumplidos y sueños trastocados en frustración. Este final de año, sin embargo, me resisto a los balances, dispuesto a vivir este último día del año como un día más, un día menos. Como si la vida fuera un gesto notarial, hacemos recuentos cada 31 de diciembre. Se ha vuelto de moda para la planificación de los “modelos de gestión” consignar fechas, datos, cifras, hitos, en el afán de periodizar la historia e inventariar la vida. Esa actitud notarial de registrarlo todo, echa al traste la natural espontaneidad de vivir que debería acompañar nuestros actos cotidianos. Y ese es el meollo de los llamados balances. Por lo demás, un término sacado del léxico bancario, es decir, que sólo sirve para hacer cálculos, para cuantificar la existencia como si ésta fuera un arsenal de hechos inamovibles. Al punto que para el colega argentino Fernando Monacelli, los balances son una soberana estupidez. Puesto que hay dos formas de ver la vida: la ilusoria, la mágica, la que imagina que si cambia el año del almanaque el mundo vuelve a empezar, y la otra: la vida es como un animal que corre sin freno ni ciclos ni pausas con nosotros arriba, y ni siquiera sabe que nos aferramos a los pelos de su lomo. La vida va y lo que podemos hacer al respecto es no caernos.

Ya hace varios siglos Aristóteles echó luces sobre este asunto: El instante es la continuidad del tiempo, pues une el tiempo pasado con el tiempo futuro. Sin embargo, empecinados en controlar el devenir y saldar el pasado, hacemos balances cada vez que nos parece que a una fecha –convención del calendario- le atribuimos un valor agregado para sacar brillo a una cotidianeidad que, de otro modo, transcurriría opaca y lineal. Fue un coterráneo del filósofo ateniense, Hesíodo, quién puso el dedo en la llaga del futuro para sentenciar: desdichado el que duerme en el mañana. Y sobre ese condumio pretérito de balances e inventarios, dijo J.P. Sartre, hasta el pasado puede modificarse, puesto que los historiadores no paran de demostrarlo.

Entonces si todo alrededor es arenas movedizas, no existe una utilidad práctica o un sentido existencial de fondo en el hecho de hacer balances. Si el futuro y el pasado están encadenados en un instante presente, como un eslabón de una cadena interminable, ¿será acaso la necesidad de aplacar la conciencia sobre el hecho de vivir sin reflexionar y cargarnos el pasado como un lastre y mirar el futuro como una fantasía desprovista de imaginación lo que nos lleva, compulsivamente, a inventariar la vida? El hombre es el único animal capaz de angustiarse por el futuro y lamentar el pasado, por eso es el ser viviente más infeliz. 

Al final de este viaje, triste sería constatar que la estimulante locura de vivir, la deliciosa improvisación sobre lo incierto, es un caso perdido. En alguna alforja habremos perdido esa incertidumbre de no saber dónde empieza ni termina el camino. Y no se trata de perder la capacidad de vislumbrar lo ignoto y de asombrarnos ante lo desconocido, todo lo contrario. ¿Acaso la vida se ha vuelto más armoniosa con las señales estadísticas, balances y proyecciones psicométricas?

Es hora de devolvernos ese instante fecundo de respirar sin prisa y profundo, antes de emprender un viaje, un vuelo o un asunto de índole personal. Los balances tienen de malo el pretender evaluar contra resultados, en tanto que la vida es un acto cotidiano que consiste en hacerla llevadera y, por tanto, digna. No hay nostalgia peor que añorar lo nunca jamás existió, dice Sabina, y tiene razón. No hay inutilidad y superchería mayor que predecir el futuro con bolas de cristal, cartas echadas sobre la mesa de la incertidumbre, obnubilados con inciensos mentales.   

A pocas horas de quemar el monigote del 2014, me viene a la cabeza una sentencia de Gustavo Flaubert: El futuro nos tortura y el pasado nos encadena. He ahí por qué se nos escapa el presente. Acaso, por esa sencilla razón, ya no queme al monigote y lo invite a unas cervezas, a la vera de este camino incierto, puesto que la mejor alegría y la peor angustia son la que se beben a trago lento.

No hay comentarios:

Publicar un comentario