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viernes, 3 de octubre de 2014

¿EL CAPITALISMO EN CRISIS?


Por Omar Ospina

En una entrevista reciente acerca del consumo excesivo de las naciones más desarrolladas y sus implicaciones en la economía de las menos favorecidas y en la suerte del planeta, Antonio Teruel, científico español, expone una conclusión que merece análisis: “El fin del capitalismo no es el fin del mundo”, dice previendo quizás una realidad si no inminente, sí en las perspectivas futuras. Por otra parte, el sociólogo estadounidense Immanuel Wallerstein asegura en una conferencia en Madrid: “El capitalismo no existirá en 30 años”. 

Ambos criterios, de individuos no socialistas ni enemigos del sistema puesto que son científicos, no políticos, suenan optimistas para el grueso de la humanidad, pero seguramente se perciben oscuros y catastrofistas para quienes hoy son beneficiarios de un sistema económico que parece a punto de agotarse, ya no por sustracción de materia sino por exceso de uso y abuso de los limitados recursos del planeta. En síntesis, puede pensarse con argumentos válidos que el fin del capitalismo podría ser el comienzo de la civilización, esa “buena idea” de la que hablaba Ghandi.

Lo anterior lleva a ciertas consideraciones quizá pertinentes: El desarrollo, el crecimiento económico, el incremento de la producción, concepto distinto de la Productividad, ¿tienen algo que ver, poco o mucho, con el Progreso? Si nos atenemos, no a la Economía sino al sentido común y al significado lato del vocablo, Progreso es la “acción de ir hacia adelante. Avance, adelanto, perfeccionamiento”, dice el DRAE. Y si vamos hacia el sentido filosófico del término, José Ferrater Mora, en su Diccionario de Filosofía, nos dice que “… ha de distinguirse –el proceso– del Progreso, que puede considerarse como un proceso o una evolución en la cual van incorporados valores”. Se entiende con claridad que desarrollo no es progreso sino crecimiento, de la misma forma como evolución no es mejoramiento sino adaptación.

¿Qué valores hay más altos e importantes que el avance de la humanidad hacia su destino natural que es la felicidad de todos, su perfeccionamiento, sin excesos para unos ni carencias para otros, que son siempre la gran mayoría? Pero no es eso precisamente lo que actualmente ocurre aunque, hay que decirlo, jamás ha ocurrido. Pero ahora se sabe, con cifras elocuentes y demostrativas, que el camino elegido por el sistema capitalista de crecimiento sin límites ni consideraciones distintas al crecimiento mismo, a la acumulación de riquezas, no es el que conduce a ese derecho humano de acceder a la felicidad. Incluso sin aderezos utópicos y más bien limitado a que cada quien en cualquier rincón del planeta, disfrute de una vida digna. 

Sin embargo, la realidad de las cifras muestra lo lejos que estamos de ese derecho, tan lejos que más parece utopía. Pero no lo es, ni debería serlo. La primera cifra ya es alarmante. El uno por ciento de la población mundial, es decir, 70 millones de los 7 mil millones que nos codeamos en los cinco continentes, tiene en su poder la mitad de la riqueza mundial. La otra mitad se divide entre los 6 mil novecientos treinta millones restantes. Y eso es alarmante a más de injusto. Pues no es que ese uno por ciento de la población trabaje más que el 99% de ella, sino que tiene a su disposición los bienes de producción y los recursos del planeta, controla los medios de producción, y reduce todo lo posible, para aumentar inequitativamente la rentabilidad que le produce el uso de esos recursos, salarios y otros costos de producción necesarios para la calidad de los productos y el bienestar de usuarios y trabajadores. Es posible que hagan caridad, eso es cierto. La filantropía mejora la imagen de empresas y personas. Pero no aporta un ápice a la solución del problema de la desigualdad social y el desequilibrio económico.

La otra cifra, ya no solo alarmante sino peligrosa para la suerte del planeta y la vida humana, indica que el 10% de la población, 700 millones de personas, poseen el 86% de los recursos del planeta, de la riqueza mundial. El otro 14% de esos recursos y de esa riqueza se distribuyen, malamente por lo demás porque dentro de esa injusticia hay otras injusticias adheridas, entre 6 mil trescientos millones de personas. Y hay otras injusticias adheridas porque esa desigualdad contiene otra: en el planeta, mientras, como se dijo, 70 millones de personas acaparan la mitad de los recursos del planeta, 870 millones se acuestan con hambre hoy… y lo harán de nuevo mañana.

¿Hay remedios para ello? Claro que sí. El primero y el que parece estar en camino, que el sistema capitalista colapse por sus contradicciones internas, por la escasez de recursos aprovechables, o por la vía violenta de la reacción de los miserables del mundo, esos a los que llamaba a las escalinatas de Benares el poeta colombiano Jorge Zalamea en un poema, El sueño de las escalinatas, que debería leerse al menos una vez al mes en cadena mundial de radio y televisión, a ver si los menos se concientizan o los más se organizan y los obligan a ello, sin los paños de agua tibia de la caridad y la filantropía. 

Pero hay otras maneras menos trágicas. Veamos. Tan dolorosa e injusta realidad empezará a disminuir, en primer término, reduciendo por acuerdo global o por Ley, la rentabilidad del productor, del intermediario, del comerciante, a límites racionales. Impidiendo la especulación, el acaparamiento, el incremento de precios cuando hay escasez, remplazándolo por mayor producción y mejor productividad, que sólo se consigue si el trabajo es gratificante. Eliminando la rentabilidad del capital ocioso y no productivo. El que se encuentra en los paraísos fiscales, por ejemplo, que alcanza la suma de 19 billones de dólares, es decir, 19 millones de millones: 19’000.000.000.000,oo en la nomenclatura numérica española. Castigando –sí, castigando porque es un abuso económico castigable pues perjudica a las mayorías trabajadoras no rentistas– el exceso de rentabilidad anual con impuestos crecientes que reduzcan el apetito desordenado por enriquecerse.  

Elevando el salario mínimo de  todos los trabajadores no calificados en porcentaje que permita algo más que sobrevivir. Reduciendo los montos salariales exorbitantes de los altos ejecutivos del mundo de los negocios y poniendo un límite máximo a esos ingresos. Dirigiendo los excesos de renta a la satisfacción de necesidades legítimas de la sociedad en el campo de la salud, la educación y la alimentación. Deteniendo la degradación ambiental propiciada por el innecesario incremento de la producción industrial de bienes superfluos o de obsolescencia programada. Integrando a la agricultura artesanal espacios áridos o degradados por la actividad humana extractivista y depredadora.

A muchos les parecerá imposible, utópico e irreal el anterior planteamiento. Y, por cierto, otros dirán que son postulados comunistas. Puede ser que lo sean. Pero también es ético y es moral y es justo, y eso debería ser suficiente para que se implemente a lo largo y ancho del planeta. Porque las cifras mencionadas arriba son, por contera, injustas, antiéticas e inmorales. Todo ello requiere, por supuesto, de una actitud ética general y necesaria: que el discutiblemente legítimo derecho individual a la ambición sin freno como factor generador de riqueza, sea remplazado en su parte excesiva por el real y legítimo derecho colectivo a vivir con dignidad. Que los capaces física y mentalmente de trabajar y producir ganen en la medida de sus capacidades y en atención a sus necesidades. Y que los no capaces de hacerlo por cualesquiera razones, tengan la protección de los suyos o del Estado si aquello no es suficiente.

Nadie, absolutamente nadie por ambicioso que sea, necesita para alcanzar la felicidad tras la que caminamos todos desde el nacer, explotar a los semejantes, abusar de los recursos del planeta –que son finitos al contrario de la codicia que impulsa a ese abuso–, acumular riqueza en los niveles obscenos que exhiben algunos de los poderosos de planeta. Algunos porque otros, quizá los más ultra millonarios, se esconden bajo el paraguas de un bajo perfil que los ponga a salvo del odio colectivo y de la envidia de sus iguales. Será otro tema para otro momento, pero este es un dato vinculado y vinculante: el 30% de la comida que se produce en el planeta, se va a la basura por causas que ya analizaremos pero que son, entre otras: para que no bajen los precios; porque no se consume todo lo que se prepara y se ordena o se pide; porque las fechas de caducidad, ese invento mercantilista, se acercan y los productos se retiran de los estantes y se desechan en buen estado; porque el agricultor no puede sacar a tiempo sus productos y se dañan. 

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