Por Leonardo
Parrini
Si escribir
sobre la vida es ya de por sí difícil, no se diga hacerlo sobre la muerte. Y lo es,
porque racionalizar sobre un hecho que tiene puramente componentes emocionales
supone un pequeño gran reto intelectual que invita a diluir la cursilería, el dramatismo
extremo o, simplemente, la excesiva frialdad frente al tema, en un ácido muchas veces
caustico. Cuando se escribe acerca de la muerte del otro se lo hace desde una perspectiva
de la nostalgia evocadora, actitud suficiente para perder el tono reflexivo que
debe primar por sobre los exabruptos sentimentales.
Los duelos no
suelen ser un tema precisamente estimulantes, porque implica erigirse por sobre
el dolor de la ausencia y en eso la literatura tiene un renglón vital. Una reciente
investigación de Leila Guerrero sobre libros escritos después del desgarro arroja
una gélida luz sobre cómo entender la agonía propia ante la muerte del otro. Escritos
dos meses después, o dos años más tarde, o al pie de la cama donde yace la
carne querida. Amparados en la piedad de las elipsis, o repletos de detalles
drenados al recuerdo. Bajo la forma de diarios, de epístolas, de canciones de
cuna con ardiente error de paralaje. Erizados de esquirlas de un incendio que
no cesa. Hijos de un género al que nadie querría dedicarse. Libros que cuentan
el fin (la muerte del padre, el tormento del hijo) y que, para contar el fin,
deben empezar por el principio. Y, para empezar por el principio, hay que
recordar.
He ahí el primer
escollo: la memoria dolorosa es obsesiva, se aferra a los detalles y no permite
el escaneo mental sobre otros acontecimientos y así, acaso, se convierte en un sedante
para el olvido. Por eso que en los episodios de la búsqueda de Guerrero es fácil
hallar, prendidos en un papelito fijo sobre una pared, episodios de neurótica
obsesión por algún elemento que remite a la ausencia del ser perdido.
“Tu hijo ha muerto y debes empacar una maleta
para viajar hasta donde te espera su cadáver. Y lo haces. Alguien te ayuda,
dice un pantalón negro, dice es mejor meter los zapatos en una
bolsa”, escribe la colombiana Piedad Bonnet en Lo que no tiene nombre. Esta cita
muestra como esa fijación por los detalles tienen que ver con la muerte que se
focaliza en pormenores a veces mórbidos del sujeto amado y perdido. Lo que no tiene nombre empieza
con una escena inocente: Bonnett, sus hijas y su marido entran a un
departamento en el que parecen haber estado antes. En la segunda página,
Bonnett escribe: “Me pregunto qué sucedió
aquí en los últimos veinte minutos de vida de Daniel”. Dos párrafos
después, una pareja de vecinos pregunta si son parientes del estudiante que se
mató ayer. Y así, de una manera lateral, el lector entiende que la autora está
en el departamento de su hijo, y que su hijo se ha suicidado, apunta Guerrero. Ninguna indagación soslaya
los detalles obsesivos: Para reconstruir
las horas que precedieron al suicidio, Bonnett averiguó, juntó las piezas: a
tal hora, Daniel habló con su hermana, a tal otra subió a la terraza. Y eso,
duro como fue, no lo fue tanto como reconstruir los padecimientos previos a la
muerte.
En el estudio de Guerrero asoman una larga retahíla
de obras que hablan de la muerte del otro. Entre las cuales destacan El libro de mi madre, de Albert
Cohen (1954); Una muerte muy dulce (1964) y La ceremonia del adiós
(1981), de Simon ede Beauvoir; Una pena en observación, de C. S. Lewis
(1961); Desgracia impeorable, de Peter Handke (1972); Mortal y
rosa, de Francisco Umbral (1975); La invención de la soledad,
de Paul Auster (1982); Mi madre, in memoriam, de Richard Ford
(1988), podrían sumarse títulos recientes, varios de ellos con ventas
importantes y muchas reediciones, como La ridícula idea de no volver a verte
(2013), de Rosa Montero;
Tiempo de vida, de Maarcos Giralt Torrente (2010); El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince (2006); Lo que no tiene nombre, de Piedad
Bonnett (2013); La hora violeta, de Sergio Molino (2013); Di su nombre, de
Francisco Goldman (2011); Canción de tumba, de Jukian Herbert (2011); Memorias de una viuda, de Joyce Carol Oates (2011); Un mar de muerte, de David Rieff (2008);
Mi libro enterrado, de Mauro Libertella (2013); Ojalá octubre,
de Juan Cruz Ruiz (2007); Diario de un duelo, de Roland Barthes
(escrito entre 1977 y 1978, publicado en 2009); Mi abuela, Marta Rivas González,
de Rafael Ggumucio (2013); El año del pensamiento mágico (2005) y Noches
azules (2011), de Joan Didion.
Se trata de
libros que emergen de un género en el fondo vilipendiado, porque el memoir
de duelo -dice Guerrero- es quizás “un síntoma de que algunos escritores
queremos reconquistar el territorio que ahora saquean los gurús y los
depredadores de lo cursi”, según la afirmación del español Sergio del Molino.
Un transgénero literario que llena una estantería de piezas que “intentan
recuerdos tristes -el rastro del cuerpo del niño en las sábanas vacías, las
huellas de los dedos de la mujer en el envase de champú— para hacer, de una
pesadilla, una pieza de literatura”.
Otro ejemplo literario es citado por Guerrero
como un paradigma de este género: La ridícula idea de no volver a verte de Rosa Montero que cuenta
la vida de Madame Curie a partir de un diario que empezó a escribir al enviudar
de su esposo el periodista Pablo Lizcano: Imagínate esa habitación de hospital en penumbra, los
niquelados brillando con un destello oscuro como de nave espacial (…), la
soledad infinita”. Él abre los ojos y dice dos palabras: un código de enorme
intimidad. Y, punto y seguido. Montero -citada por Guerrero- desbarata
cualquier sensiblería: “Lo que acabo de
hacer es el truco más viejo de la humanidad frente al horror. La creatividad es
justamente esto: un intento alquímico de transmutar el sufrimiento en belleza”.
Sera por eso que un dolor “queda en la zona de lo
indecible”. Es posible hablar de un
dolor, de lo bello que hay en ese dolor: Creo que esa es la función del arte: convertir
carbones en diamante, concluye la autora. “La creatividad es
justamente eso: un intento alquímico de transmutar el sufrimiento en belleza”,
dice Montero.
Ahí recién entonces
emerge la fórmula posible para que narrar sobre la muerte, resulte ser un rito
de purificación: Hundir palabras en el
dolor para que su materia terrible suelte esquirlas luminosas, astillas de una
última, posible, herida belleza. Como otro botón de muestra, Guerrero relata
la vivencia del chileno Rafael Gumucio ante la muerte de su abuela narrada en Mi
abuela, Marta Rivas, 2013: “Me entrenaba, me aleonaba, pero cuando empezaba
la pelea abandonaba mi rincón (…) Porque en su desprecio por lo que yo
escribía había ante todo preocupación, temor a verme hecho
polvo. El
resultado de la escritura es paradójico. Yo pude hablar con los muertos, estar
con mi abuela los últimos cinco años. Lo que no pude hacer es que estuviera
viva”. El
proceso de escritura da sentido a todo lo que parece no
tenerlo, pero, a la vez, exige chapotear en fango de dolor, concluye Guerrero. Un día, finalmente,
hay que poner en marcha los relojes, deshacer el hechizo, y ponerse a escribir sobre la muerte como un rito de purificación. Uno escribe para no
morir, o para que la gente no muera, dice Gumucio. Se lo creo,
como un lenitivo necesario para revivir lo que amamos.
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