Por Leonardo Parrini
Desde que visité Buenos Aires
el otoño del 71, por invitación de mi amigo Pedro Pumar a pasar un periodo
de vacaciones en su casa de Banfield, supe que esa ciudad tenía algo detenido
en el tiempo. Una cotidianidad que perdura y se rescata a través de la
nostalgia, incluso de la melancolía. Un tiempo intransferible desprovisto de
historia tangible, de esa que se rige por
leyes objetivas y no se mide en las manecillas del reloj. Esa misma sensación
vuelvo a sentir al releer a Julio Cortázar en su magistralidad de recrear lo
vivido, con esa inquietante añoranza narrativa que reconozco desde que cayó por
primera vez en mis manos un libro de cuentos suyo. Era el volumen de Bestiario
(1951) con cuentos que recrean esas tardecitas de siesta y moscardones zumbando,
atrapados en los visillos en una habitación donde los elementos permanecen
eternamente estáticos, porque el tiempo transcurre a cuenta gotas en el tic tac
de un viejo reloj de pared.
Estos días de un abril que se
debate entre ventiscas de verano y lluvia de un invierno tardío, me atrapó esa
sensación de nostalgia de un tiempo sin tiempo que transcurre en la obra del
cronopio. Esta vez he vuelto a leer una antología de Cortázar con los cuentos
de Las Armas secretas y Quién anda por
ahí. De nuevo la evocación en tono mayor de personajes que transitan por las
páginas con vida propia a la espera de su propia muerte, acechándolos como un
destino ineludible.
La existencia es un tejido de
circunstancias que se urden por coincidencia al margen de la voluntad de los hombres.
Evoco una frase de Cortázar que simboliza ese pasar del tiempo, a pesar nuestro, y que retorna en la nostalgia: No estábamos enamorados, hacíamos el amor
con un virtuosismo desapegado y crítico, pero después caíamos en silencios
terribles y la espuma de los vasos de cerveza se iba poniendo como estopa, se
entibiaba y contraía mientras nos mirábamos y sentíamos que eso era el tiempo.
Y esta vez la evocación de Cortázar
me hace confirmar la verdad contenida en la afirmación de Carlos A. Domenech: Sólo por la belleza del recuerdo, se
explica un sentimiento tan desinteresado como la nostalgia. Habría que
decir que Cortázar tiñe de ronca poética sus evocaciones de un Buenos Aires que
vivimos novelesco, como la réplica de
una ciudad en la que en cada esquina de barrio hay algo que descubrir y luego
contar. Nada más generoso que la nostalgia.
Favio, evocador de arrabales
Los argentinos que han hecho
de la nostalgia una canción, un ritmo de vida en el tango, tienen en Leonardo
Favio a otro artífice de la melancolía. Eso
queda en evidencia en su repertorio musical de amplia difusión; y, con mayor fuerza,
en su cinematografía que es menos conocida en el Ecuador. Para remediar ese desconocimiento,
el cine de Favio fue exhibido estos días en Quito por la Casa de la Cultura
Ecuatoriana en la muestra Favio: Pasión, poesía y memoria que puso en
pantalla cinco películas del argentino.
El mini festival incluyó los filmes
El romance del Aniceto y la Francisca
(1966), Juan Moreira (1973), Nazareno Cruz y el lobo (1975), Soñar, soñar
(1976) y Gatica, El Mono (1993). Pudimos ver dos: Gatica, el Mono un boxeador argentino que saltó a la fama en los
años cuarenta, con una vida de triste desenlace vinculada a los avatares del peronismo;
y, Soñar soñar, la historia de dos
músicos provincianos que luchan por conquistar la capital bonaerense. Estas películas reflejan con nitidez una realidad vista bajo la mirada y el enfoque que
Favio esboza del acontecer de una Argentina que se sumerge en su historia ya
desteñida, pero que es revalorada por los destellos de la memoria nostálgica.
La melancolía de Favio está
fundamentada en un gesto de ternura y avalada en imágenes producidas con
dominio del lenguaje cinematográfico, echando mano a ciertos recursos clásicos
del cine: buenas historias y bien narradas, con una cámara parada en el ángulo
preciso, a un ritmo que lleva al espectador de la mano hacia la opacidad de un
tiempo pretérito. Lo singular es que las historias adquieren relieve, a la luz
de paréntesis poéticos que muestran los rostros de los protagonistas en close
up, musicalizados con acierto como corresponde a un consagrado músico. Favio se
reveló en vida como un buen contador de vidas, incluida la suya, en canciones
que tienen mucho de biográficas. Esta virtud la traslada al cine ¿o al revés?
En estos tiempos ya no basta
con la evocación, la melancolía o la nostalgia desbocadas. Hay que poner la pausa
racional allí donde hay pura emotividad, para no caer en el pozo de la
cursilería del recuerdo sensiblero. Cortázar y Favio, cada cual en lo suyo,
transitan el camino de evocar historias cotidianas, que son parte de la
mitología popular, contadas con pasión, poesía y memoria atravesadas por el
rayo de la lucidez. En eso radica su punto de encuentro, a través de nostalgia.
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