Extracto del libro en preparación RETRATOS HABLADOS de Leonardo Parrini
Los muertos vida adentro
A Pedro Jorge Vera, incansable viajero por las tierras
chilenas.
La última vez
que lloré fue el día que murió Allende, me dice Pedro Jorge, balanceando la
copa de vino en su mano al compás del cuerpo vencido por los efectos del
alcohol. Alza la mirada y escudriña una fotografía de Salvador Allende colgada
en la pared de su biblioteca, y que trajo de Santiago en su último viaje que
hizo en 1971 a la capital chilena. Es una imagen de rasgos perecederos, dice, como
si de un momento a otro el rostro de Allende fuera a cambiar de expresión.
-Cuando escuche
en la radio el asesinato de Allende no pude contener el llanto, - cuenta-, pero
yo lloraba, no de pena, sino de orgullo de haber sido amigo de un ser tan
entero que sabía morir leal a sus
principios y dando un ejemplo de decencia y de hombredad.
La copa de vino se
balancea, peligrosamente, en la mano del escritor; sube y baja, y un borbotón de
líquido burdeos cae y se absorbe en la alfombra, impregnando una machita oscura
que se camufla en la tenue oscuridad de la habitación. El crimen de Allende fue una brutalidad que
nos impactó a todos quienes amamos esa tierra generosa que es Chile, -reflexiona
Pedro Jorge-mientras fluye como el vino el pajarear de la memoria, evocando los
años cuando iba y venía de Chile, la patria de reserva. Tierra para él entrañable,
a la que regresó cuando quiso amar o recuperar fuerzas para seguir hostigando, desde
el exilio, a los gobiernos reaccionarios del Ecuador. La imagen de una ciudad
fantasmal que recorrió, calle a calle, junto a los viejos amigos, asoma difusa en
la opacidad de la memoria, como un barco que emerge de la bruma. Porque evocar
es morir un poco, Pedro Jorge, disipa del olvido las jornadas de lucha política
y los ajetreos literarios, vivencias irreversibles que forjaron el talante de
este andante cadencioso que bambolea el cuerpo cuando camina.
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Del sur, Pedro
Jorge iba y venía, como viento nerudiano
sobre las uvas de Chile. En uno de sus viajes en los años cuarenta, conoció a Pablo Neruda, en
el bar Amaya de Santiago, donde solían reunirse los intelectuales de la época. En
esa ocasión Neruda entregó a Pedro Jorge una carta dirigida al rector de la
Universidad de Chile, para que le procurara algún trabajo, así dictó una
conferencia sobre Simón Bolívar que le permitió “aliviar un tanto la penuria
económica”.
El último
encuentro con el poeta tuvo lugar en Isla Negra en los años setenta, a instancias
de Edmundo Rivadeneira y otros ecuatorianos, Manuel Araujo Hidalgo y Fausto
Falconi, con quienes solían reunirse en “la oficina”, un bar de la calle
Compañía en el centro de Santiago. En ese lugar los encuentros sucedían “entre
vino y vino, nostalgiabamos la patria, intercambiábamos noticias, soñábamos”.
Durante una de las tertulias, Rivadeneira anunció que Neruda los recibiría en
su casa de Isla Negra. Durante el encuentro “pasamos una tarde inolvidable, con
mucho vino, muchas empanadas y otros comestibles, mucha literatura, mucha
política”, cuenta Pedro Jorge. El vate chileno recordaba con lujo de detalles
su primera cita con el escritor ecuatoriano en el bar Amaya, cuando intercedió
por su situación personal.
En el setenta y
uno, cuando era presidente de Chile Salvador Allende, Pedro Jorge retornó a
Chile, y se encontró con la sorpresa de que su entrada al país estaba prohibida.
Eran los vestigios de una orden dada por el ex presidente Alessandri, a
solicitud de la embajada ecuatoriana, que protestó por una publicación del
folleto Mañana en el exilio, que había circulado por dos ocasiones,
clandestinamente, introducido en Ecuador desde Chile y “por estar conspirando
contra el gobierno ecuatoriano”. Resuelto el inconveniente, Pedro Jorge
permaneció en Santiago y volvió a reunirse con sus amigos de siempre. En esa
ocasión los escritores y amigos de Neruda organizaron una cena por los sesenta años del poeta.
Pedro Jorge fue invitado y asistió con unos versos en sus manos que decían: Lámparas continentes y navíos, todos los
materiales, como ríos, sobre tus mares han desembocado, Tus verdes años yo
saludo, Pablo, tu corazón, tu Chile, tu venablo, tu fuerza de poeta y de
soldado. El premio Nobel le envió, en retribución, su Memorial de Isla
Negra, “con una expresiva dedicatoria”. Fue la última vez que Pedro Jorge
estrechó a Pablo Neruda en un abrazo fraternal.
En ese tiempo, por
gestión de Manuel Araujo Hidalgo, conoció personalmente al candidato
presidencial Salvador Allende, quien le
otorgó una entrevista para el periódico Cedric Belfrage The Guardian, en la
residencia de la calle Guardia Vieja de Santiago.
-La sinceridad y
la llaneza del líder chileno me impresionaron profundamente, -cuenta Pedro
Jorge- desde entonces contrajimos una amistad, sino estrecha, al menos, leal,
franca y cordial.
Como leal fue la
amistad de sus amigos chilenos, que tantas veces lo cobijaron con la
hospitalidad sureña que empieza en las buenas comidas, continua con los mejores
vinos del mundo y no concluye, sino muchas veces con la muerte. Prueba de ello
fue el gesto de Augusto Olivares, periodista muerto con Allende en La Moneda el
11 de septiembre, quien en cierta oportunidad organizó una colecta para solventar
los gastos del escritor ecuatoriano en Santiago.
La relación de
Pedro Jorge con Chile va más allá de ser su segunda y amada tierra; allí entre
las uvas y el viento, en esa telúrica geografía, encontró una historia, un
hogar, y a sus dos esposas que lo acompañarían en la vida y en la muerte. En
Santiago casó con la escritora guayaquileña Eugenia Viteri,
quien nos recibió gratas veces con su magnífica hospitalidad en las cordiales
tertulias que tenían lugar en la casa de la calle Páez que compartía con Pedro
Jorge en Quito. En uno de los encuentros Eugenia me obsequió su Antología del Cuento
Ecuatoriano, que reseñé en la revista Diners, nota por la cual Pedro Jorge
expresó públicamente su gratitud ante sus alumnos de la cátedra de Critica de
las Manifestaciones Culturales que dictaba en la Facultad de Comunicación en la
Universidad Central. La celebración de ese hecho tuvo lugar en uno
de los bares próximos a la Universidad Central, en la calle América, donde
apuramos las guayusas, y compartimos la charla con el grupo de los más
allegados del curso. La atmósfera de “san viernes” duró hasta entrada la noche y, entre risas y cantos, descubrí la enorme capacidad discursiva de mi amigo y
profesor que nos deleitó con la narración de sus peripecias “por los caminos
del mundo” como solía decir.
Uno de esos
caminos fue, indudablemente, el territorio chileno donde Pedro Jorge resarció su
espíritu combativo y exiliado, compartió alegrías y penurias y
enalteció la narrativa latinoamericana desde una morada chilena. Durante
1971 viaja en tres oportunidades a Santiago, y allí conversa con el compañero
Presidente y recibe de manos de Allende, el retrato autografiado frente al que
evoca estas memorias. En los días posteriores al 11 de septiembre de 1973 Pedro
Jorge toma la asignación del periódico Wochenpost de Berlín para realizar la
cobertura de los acontecimientos que ocurrieron en Chile luego de golpe militar.
En el aeropuerto de Pudahuel en Santiago se le impide el ingreso, por orden
superior, “por haber estado cuatro veces durante el gobierno comunista”.
Pedro Jorge pasa
la mano por sus cabellos para despejar sus pensamientos, bebe un sorbo profundo
del cabernet sauvignon que aun se entibia en la copa y repite una exclamación,
con voz estentórea.
-La última vez que lloré fue cuando murió Allende. A la final, uno
lleva sus muertos vida adentro, carajo.
El escritor va hasta un anaquel de su biblioteca y saca un libro de
portadas amarillas en el que se lee Gracias a
la Vida, Memorias; lo abre y en sus páginas iniciales escribe una
dedicatoria generosa: a Leonardo con el
orgullo de haber sido su profesor, Pedro Jorge Vera. La tarde inaugura
sombras tenues sobre los elementos. Pedro Jorge se sume en un profundo silencio,
de pie frente a la fotografía del Presidente Allende.
Como un barco que zarpa de regreso volvemos a la realidad de
una tertulia afable, levando las anclas que nos detuvieron en el recuerdo e
izando el velamen de una amistad que perduraría hasta la mañana de marzo de
1999, cuando una llamada telefónica recibida en mi estudio me anuncia la muerte
de mi inolvidable amigo y profesor con quien durante nuestro andar juntos, nos
intercambiamos la patria.
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