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viernes, 2 de noviembre de 2012

LOS MUERTOS VIDA ADENTRO


Extracto del libro en preparación RETRATOS HABLADOS de Leonardo Parrini

Los muertos vida adentro

A Pedro Jorge Vera, incansable viajero por las tierras chilenas.

La última vez que lloré fue el día que murió Allende, me dice Pedro Jorge, balanceando la copa de vino en su mano al compás del cuerpo vencido por los efectos del alcohol. Alza la mirada y escudriña una fotografía de Salvador Allende colgada en la pared de su biblioteca, y que trajo de Santiago en su último viaje que hizo en 1971 a la capital chilena. Es una imagen de rasgos perecederos, dice, como si de un momento a otro el rostro de Allende fuera a cambiar de expresión.

-Cuando escuche en la radio el asesinato de Allende no pude contener el llanto, - cuenta-, pero yo lloraba, no de pena, sino de orgullo de haber sido amigo de un ser tan entero  que sabía morir leal a sus principios y dando un ejemplo de decencia y de hombredad.

La copa de vino se balancea, peligrosamente, en la mano del escritor; sube y baja, y un borbotón de líquido burdeos cae y se absorbe en la alfombra, impregnando una machita oscura que se camufla en la tenue oscuridad de la habitación. El crimen de Allende fue una brutalidad que nos impactó a todos quienes amamos esa tierra generosa que es Chile, -reflexiona Pedro Jorge-mientras fluye como el vino el pajarear de la memoria, evocando los años cuando iba y venía de Chile, la patria de reserva. Tierra para él entrañable, a la que regresó cuando quiso amar o recuperar fuerzas para seguir hostigando, desde el exilio, a los gobiernos reaccionarios del Ecuador. La imagen de una ciudad fantasmal que recorrió, calle a calle, junto a los viejos amigos, asoma difusa en la opacidad de la memoria, como un barco que emerge de la bruma. Porque evocar es morir un poco, Pedro Jorge, disipa del olvido las jornadas de lucha política y los ajetreos literarios, vivencias irreversibles que forjaron el talante de este andante cadencioso que bambolea el cuerpo cuando camina.
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Del sur, Pedro Jorge  iba y venía, como viento nerudiano sobre las uvas de Chile. En uno de sus viajes  en los años cuarenta, conoció a Pablo Neruda, en el bar Amaya de Santiago, donde solían reunirse los intelectuales de la época. En esa ocasión Neruda entregó a Pedro Jorge una carta dirigida al rector de la Universidad de Chile, para que le procurara algún trabajo, así dictó una conferencia sobre Simón Bolívar que le permitió “aliviar un tanto la penuria económica”.

El último encuentro con el poeta tuvo lugar en Isla Negra en los años setenta, a instancias de Edmundo Rivadeneira y otros ecuatorianos, Manuel Araujo Hidalgo y Fausto Falconi, con quienes solían reunirse en “la oficina”, un bar de la calle Compañía en el centro de Santiago. En ese lugar los encuentros sucedían “entre vino y vino, nostalgiabamos la patria, intercambiábamos noticias, soñábamos”. Durante una de las tertulias, Rivadeneira anunció que Neruda los recibiría en su casa de Isla Negra. Durante el encuentro “pasamos una tarde inolvidable, con mucho vino, muchas empanadas y otros comestibles, mucha literatura, mucha política”, cuenta Pedro Jorge. El vate chileno recordaba con lujo de detalles su primera cita con el escritor ecuatoriano en el bar Amaya, cuando intercedió por su situación personal.

En el setenta y uno, cuando era presidente de Chile Salvador Allende, Pedro Jorge retornó a Chile, y se encontró con la sorpresa de que su entrada al país estaba prohibida. Eran los vestigios de una orden dada por el ex presidente Alessandri, a solicitud de la embajada ecuatoriana, que protestó por una publicación del folleto Mañana en el exilio, que había circulado por dos ocasiones, clandestinamente, introducido en Ecuador desde Chile y “por estar conspirando contra el gobierno ecuatoriano”. Resuelto el inconveniente, Pedro Jorge permaneció en Santiago y volvió a reunirse con sus amigos de siempre. En esa ocasión los escritores y amigos de Neruda organizaron  una cena por los sesenta años del poeta. Pedro Jorge fue invitado y asistió con unos versos en sus manos que decían: Lámparas continentes y navíos, todos los materiales, como ríos, sobre tus mares han desembocado, Tus verdes años yo saludo, Pablo, tu corazón, tu Chile, tu venablo, tu fuerza de poeta y de soldado. El premio Nobel le envió, en retribución, su Memorial de Isla Negra, “con una expresiva dedicatoria”. Fue la última vez que Pedro Jorge estrechó a Pablo Neruda en un abrazo fraternal.   

En ese tiempo, por gestión de Manuel Araujo Hidalgo, conoció personalmente al candidato presidencial  Salvador Allende, quien le otorgó una entrevista para el periódico Cedric Belfrage The Guardian, en la residencia de la calle Guardia Vieja de Santiago.

-La sinceridad y la llaneza del líder chileno me impresionaron profundamente, -cuenta Pedro Jorge- desde entonces contrajimos una amistad, sino estrecha, al menos, leal, franca y cordial.

Como leal fue la amistad de sus amigos chilenos, que tantas veces lo cobijaron con la hospitalidad sureña que empieza en las buenas comidas, continua con los mejores vinos del mundo y no concluye, sino muchas veces con la muerte. Prueba de ello fue el gesto de Augusto Olivares, periodista muerto con Allende en La Moneda el 11 de septiembre, quien en cierta oportunidad organizó una colecta para solventar los gastos del escritor ecuatoriano en Santiago.

La relación de Pedro Jorge con Chile va más allá de ser su segunda y amada tierra; allí entre las uvas y el viento, en esa telúrica geografía, encontró una historia, un hogar, y a sus dos esposas que lo acompañarían en la vida y en la muerte. En Santiago casó con la escritora guayaquileña Eugenia Viteri, quien nos recibió gratas veces con su magnífica hospitalidad en las cordiales tertulias que tenían lugar en la casa de la calle Páez que compartía con Pedro Jorge en Quito. En uno de los encuentros Eugenia me obsequió su Antología del Cuento Ecuatoriano, que reseñé en la revista Diners, nota por la cual Pedro Jorge expresó públicamente su gratitud ante sus alumnos de la cátedra de Critica de las Manifestaciones Culturales que dictaba en la Facultad de Comunicación en la Universidad Central. La celebración de ese hecho tuvo lugar en uno de los bares próximos a la Universidad Central, en la calle América, donde apuramos las guayusas, y compartimos la charla con el grupo de los más allegados del curso. La atmósfera de “san viernes” duró hasta entrada la noche y, entre risas y cantos, descubrí la enorme capacidad discursiva de mi amigo y profesor que nos deleitó con la narración de sus peripecias “por los caminos del mundo” como solía decir.   

Uno de esos caminos fue, indudablemente, el territorio chileno donde Pedro Jorge resarció su espíritu combativo y exiliado, compartió alegrías y penurias y enalteció la narrativa latinoamericana desde una morada chilena. Durante 1971 viaja en tres oportunidades a Santiago, y allí conversa con el compañero Presidente y recibe de manos de Allende, el retrato autografiado frente al que evoca estas memorias. En los días posteriores al 11 de septiembre de 1973 Pedro Jorge toma la asignación del periódico Wochenpost de Berlín para realizar la cobertura de los acontecimientos que ocurrieron en Chile luego de golpe militar. En el aeropuerto de Pudahuel en Santiago se le impide el ingreso, por orden superior, “por haber estado cuatro veces durante el gobierno comunista”. 

Pedro Jorge pasa la mano por sus cabellos para despejar sus pensamientos, bebe un sorbo profundo del cabernet sauvignon que aun se entibia en la copa y repite una exclamación, con voz estentórea.   

-La última vez que lloré fue cuando murió Allende. A la final, uno lleva sus muertos vida adentro, carajo.

El escritor va hasta un anaquel de su biblioteca y saca un libro de portadas amarillas en el que se lee Gracias a la Vida, Memorias; lo abre y en sus páginas iniciales escribe una dedicatoria generosa: a Leonardo con el orgullo de haber sido su profesor, Pedro Jorge Vera. La tarde inaugura sombras tenues sobre los elementos. Pedro Jorge se sume en un profundo silencio, de pie frente a la fotografía del Presidente Allende.

Como un barco que zarpa de regreso volvemos a la realidad de una tertulia afable, levando las anclas que nos detuvieron en el recuerdo e izando el velamen de una amistad que perduraría hasta la mañana de marzo de 1999, cuando una llamada telefónica recibida en mi estudio me anuncia la muerte de mi inolvidable amigo y profesor con quien durante nuestro andar juntos, nos intercambiamos la patria.

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