Por Leonardo Parrini
Cuando Nacho Gómez vino al Ecuador
en 1983 era un joven luminoso y puro que proponía alegría a cada instante,
aunque detrás de su sonrisa oferente se escondía el talento de un magnífico
exponente del rock chileno de esos años. Hijos del exilio nos hicimos hermanos,
a poco andar, y compartimos la nostalgia sureña con una consigna equinoccial y
solidaria del país que nos cobijó a los dos. En esos días el cantar de Nacho
Gómez tenía el sonido íntimo y singular de las cosas buenas, como el pan que
creció para ser entregado y multiplicarse, para luego hacerse plural como el
vino compartido en mesa generosa.
Voy a entrar en tu vida, voy a entrar en tu cielo, prometía una de las primeras
canciones de Nacho. Promesa cumplida al cabo de los años que lo vieron entrar
en la vida y en el corazón del Ecuador que hizo suya su música sin reparos. En
sus primeras apariciones en peñas y festivales lo recuerdo poseedor de una
alegría de día soleado, brillante y energético transmitía una música enraizada
en lo mejor del rock ochentero que fluía sin obstáculos, porque nació de su necesidad
vital de hacer música, como confiesa Nacho.
Pero su música de corte ochentero devino en rock
blues de compases aletargados, con virtuosismo en la ejecución de guitarras
de acompañamiento y punteos electroacústicos de sonidos distorcionados que
vienen de la mano del slowhand de un Eric Clapton, que fijó influjos en
Nacho, como referente ineludible. Ejecutando rock con exquisitas reminiscencias
del blue y -no muy lejanas- del soul, Nacho insinúa que sus canciones son cuadros
que narran historias; pero, -sugerimos- cuadros impresionistas en el
intento de plasmar la luz y el instante, con difusa y sutil identidad de
lo consignado en el contenido.
Y devino la consolidación existencial
y musical de Nacho Gómez. Propuesta musical decantada y esencial, se queda
con lo que sirve para renovar una entusiasta manera de mirar la vida; ya no con
grandes utopías, sino con sueños cotidianos que nos hacen ser más buenos, como
el amor y la consideración de verdades simples y luminosas como diamantes en
pulimento. Tendencia que se vino afiatando con el tiempo, luego de sus inicios
en Chile en la Banda del gnomo y su posterior andadura como solista y
compositor de soundtracks para cine. Trayectoria cuyo palmarés incluye
doce premios internacionales como los del Festival de Internacional de México,
New York Festival y Cóndor de Oro Ecuador, entre otros.
No me importa ser una gota en el mar, mientras moje, dice sin pretensiones una de las actuales melodías de Nacho, fruto de
una convicción certera enunciada sin tapujos: Quiero ser un espejo con
cierto humor y romanticismo, no quiero ser de esos que se pasan de listos con
las letras o las composiciones muy intrincadas, ha dicho Gómez.
Otra canción sugiere déjame dar sin pedir, no
quiero ese orgullo de tener que recibir, plegaria humilde y depurada
en la madurez de la vida y del arte que toma conciencia de su poder colectivo.
Nacho confiesa frente a sus canciones que no sabe qué viene primero, si la
letra o la música, no tengo idea, vienen juntas; es una idea de lo que quiero
decir con una idea de lo que quisiera oír.
¿Cómo niego el fuego y el dolor? pido perdón por
irme endureciendo, nos dice la letra de una de sus canciones, como
confesión autobiográfica y poética de Nacho Gómez que hoy sugiere, como el buen
vino, una música de resonancias puras que tiene la consistencia de taninos
decantados en la noble madera de su alma de trovador vital y necesario.
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