Por José Murgueytio
Hester Prynne, una bella y atrevida dama inglesa de ideas liberales, llega a finales del siglo XVII a un pequeño pueblo de Boston dominado por puritanos, donde es recibida con cordialidad. Mientras espera a su esposo que se ha perdido en un naufragio, se enamora de un pastor protestante de quien queda embarazada. La severa comunidad no tolera el hecho y es llevada a un tribunal de jueces cuáqueros, quienes interpretan a su manera la Biblia y ordenan que su pecho sea marcado con la letra “A”, de adúltera, que deberá llevar por el resto de su vida.
Hester Prynne, una bella y atrevida dama inglesa de ideas liberales, llega a finales del siglo XVII a un pequeño pueblo de Boston dominado por puritanos, donde es recibida con cordialidad. Mientras espera a su esposo que se ha perdido en un naufragio, se enamora de un pastor protestante de quien queda embarazada. La severa comunidad no tolera el hecho y es llevada a un tribunal de jueces cuáqueros, quienes interpretan a su manera la Biblia y ordenan que su pecho sea marcado con la letra “A”, de adúltera, que deberá llevar por el resto de su vida.
Es la trama de la película “La letra escarlata”, basada en la novela homónima de Nathaniel Hawthorne, que muestra en el detalle de la experiencia vívida, el funcionamiento de un “Estado integrista”, confesional o teocrático, donde la religión particular de un grupo de pobladores se ha convertido en la pauta del ordenamiento jurídico y social de toda la comunidad. Entre las consecuencias relevantes destacan el fundamentalismo de los actores, es decir la arbitrariedad con la que interpretan los textos que referencian sus actos (en su caso la Biblia), el fanatismo que atrapa y conduce la opinión de los pobladores y la aplicación consecuente de perversos castigos a quienes se han apartado, por la razón que fuere, de las rigideces extremas o disienten de los dogmas imperantes creando sospechas de herejía.
Los grandes sacrificados de este modelo de vida política, que caracterizara la Edad Media y condujera la Inquisición europea y americana, fueron la racionalidad y la dignidad humana, que solo pudieron recuperarse con el advenimiento de la Ilustración y de las revoluciones Norteamericana y Francesa, cuando se funda el Estado Laico, bajo cuyo amparo el dominio político se independiza del religioso y las creencias religiosas dejan de ser la fuente de las leyes y pasan a formar parte del fuero íntimo de las personas.
En nuestro país, el Estado integrista se constituyó en los inicios de la época colonial y se mantuvo a lo largo de ella. La revolución independentista y la posterior fundación de la República, con todo y las profundas transformaciones que implicaron, no fueron del alcance suficiente como para cuestionarlo y menos eliminarlo. A partir de 1830, las constituciones políticas otorgarán a la religión católica el rango de religión oficial, bien sea bajo la figura inicial del “patronato” -donde el Presidente de la República era la autoridad administrativa de la Iglesia- o del “concordato” -que devolviera, bajo la presidencia de García Moreno, dicha autoridad al Vaticano-. Hubo que esperar a la revolución alfarista de 1895 para que el Estado Laico se constituyera en Ecuador y permaneciera vigente hasta la Constitución actual redactada en Montecristi
Esta Constitución, cuyo texto empieza reconociendo la laicidad del Estado ecuatoriano y proclamándose heredera de la gesta alfarista, ha sido capaz de hacer lo que sucesivos intentos de la alta jerarquía católica no consiguieron a lo largo del siglo XX: la reinstauración del Estado integrista. Pero no del integrismo católico, no de aquel que llevara a la hoguera a Giordano Bruno o silenciara a Galileo Galilei. No del integrismo musulmán que obliga a la ablación del clítoris de las niñas o al apedreamiento de las adúlteras. Es un integrismo de nuevo cuño, de sello indigenista, que establece al “Sumac Kausay” o “filosofía del Buen Vivir” como la nueva religión oficial del Estado.
A diferencia de las religiones católica o musulmana, que tienen a la Biblia y al Corán como libros santos donde constan las doctrinas respectivas, el “Sumac Kausay” es de transmisión oral, tan arbitraria como puede serlo. Se dice que es una cosmovisión basada en la “armonía del hombre con la naturaleza” que establece el culto a dioses como la “Pacha mama” (o madre tierra) y las montañas -al modo del animismo de principios del neolítico- y penaliza el ocio, la mentira y el robo. Según el “Plan Nacional para el Buen Vivir” establecido por la SENPLADES, el “Buen Vivir” es una filosofía colectivista, contraria al desarrollo, el libre comercio y la tecnología, impone un modo de vida frugal y comunitario y fortalece las identidades culturales y la soberanía nacional (véase: www.plan.senplades.gov.ec). No es extraño, por estas causas, que la Constitución de Montecristi declare al Estado Ecuatoriano como “plurinacional” (o “nación de naciones” y no “nación de ciudadanos” como es propio del laicismo), reconozca el paralelismo de la “justicia indígena” –a pesar de que no exista sino en “radio bemba”, como el “sumac kausay”- declare al territorio nacional “libre de transgénicos” y prohíba las aplicaciones de bio tecnología experimental. Ante una religión tan retardataria como ésta, convertida ahora en la religión que estamos obligados a profesar ecuatorianas y ecuatorianos, bien vale decir: el fin justifica los MIEDOS. Miedo es lo menos que se puede sentir ante las primeras aplicaciones sustantivas del “Sumac Kausay” que imágenes de prensa recogen en estos días.
Al mismo tiempo que salía al mercado el primer libro verdaderamente electrónico (el ipad) y los científicos anunciaban el éxito del mayor experimento llevado a cabo en la historia humana, en la comunidad Cochapamba, del cantón Cayambe (Pichincha), los dirigentes y pobladores indígenas decidieron que Joaquín Aules, de 41 años, pague $ 1.000 y camine 2,5 km con un borrego envuelto en ortiga sobre sus espaldas, como castigo por haber robado. Desde luego, no es la primera vez que trascienden a la luz pública estas torturas denominadas “justicia indígena”. Lo nuevo y terrorífico del hecho es que ha sido consumado, por primera ocasión en la historia patria, con la presencia altiva y soberana de la Policía Nacional, que así ha garantizado la pluri nacionalidad del Estado y ha hecho patente que estamos bajo el predominio de un integrismo capaz de competir en brutalidad con el de los cuáqueros que marcaron el pecho de Hester Prynne.
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