GRANDES TEMAS - GRANDES HISTORIAS

E c u a d o r - S u d a m é r i c a

jueves, 3 de julio de 2014

LA FLORESTA, NOSTALGIAS DEL BARRIO


Fotografía Paula Parrini
Por Leonardo Parrini

Una ciudad con carácter suele acumular nostalgias. No como estampas estereotipadas de postal, sino en las vivencias recreadas en la memoria poética de sus habitantes. Las urbes tienen el sabor de las reminiscencias que inspiran, en la evocación retrospectiva de lugares, rincones y personas. Quito no es una excepción. Capital de parapetos y zaguanes, siempre enseña un sitio donde refugiarnos del paso del tiempo, y que permanece como si la vida no incumbiera a sus extramuros y portales, balcones y esquinas desteñidas por los años. Una sensación de extravío, de ausencia y desolación produce constatar cómo la ciudad se va convirtiendo en una urbe extraña, que ha perdido la familiaridad de antaño donde nos reflejábamos en la imagen de un espejo reconocible. No hay peor nostalgia que añorar lo nunca jamás sucedió, dice Sabina, y esa nostalgia viene acompañada de la pérdida de identidad que nos hace añorar la ausencia de futuro, no sólo del pasado, porque nos niega vivir en la ciudad que queremos.  

Muchos sitios quiteños producen esa nostalgia de futuro imposible, de andar extraviado en lo que no fue ni será. En aquello, acaso, radique el carácter inhóspito de una ciudad que se vuelve cada vez más impersonal. Pocos son los barrios que sobreviven a esa pérdida de impronta barrial. En cierta ocasión me topé con Camilo Luzuriaga, a quien tengo por vecino en el instituto Incine, y me dijo: bienvenido al barrio, este es el barrio de Quito. Y me dejó pensando el imperativo de sus palabras. ¿Qué tiene La Floresta para ser el barro de Quito? Pues esos detalles que se defienden del devenir sin sentido, de la transformación caótica urbana, de la insoportable congestión, del sin sabor de una arquitectura de dudoso gusto, para sobrevivir en la nostalgia de mejores días transcurridos en convivencia plural.

Aquí en La Floresta aun pervive el sastre del barrio dando puntadas interminables a una tela larga y arrugada, como su vida misma. La tienda de la esquina donde todavía fían el pan y la leche, y a la que se llega atraído por un aroma de hogar que exhala por las mañanas. La lavandería donde dejar la ropa y retirarla limpia al medio día. Y también está el Camilo con el Incine, hasta donde llegan los muchachos buscando desentrañar los secretos del cinematógrafo. Y la Mariana Andrade con el Ochoymedio, donde ya no existen secretos para ver el buen cine. Fundadores ambos de la nueva Floresta que tuvo el valor de sostenerse en sus raíces barriales, como los árboles que engalanan sus callejones amables. Y está la mecánica de autos donde aún pretenden salvar la vida de algún modelo descontinuado. Y los caserones señoriales que guardan secretos de familia. Aquel de la Valladolid y Viscaya que muestra sus fantasmas en los vanos de las ventanas derruidas.

Imágenes vertidas en el libro Barrio de Paula Parrini, que revive rincones inéditos de La Floresta. Inéditos en la observación del transeúnte que no se percata de un aletear de palomas en una esquina, un zaguán nocturno donde no se advierte alguna salida, un frutero que por el ángulo de la toma parece un descabezado, el reflejo de una escena cotidiana en el parabrisas de un automóvil clásico, ropa íntima tendida detrás de una reja, un perro callejero husmeando un basurero, un grafiti que promete rebelarse contra todo lo establecido o un taciturno guardián, dejando morir las horas frente a la pantalla de un diminuto televisor blanco y negro.

No en vano en la presentación del libro, Coco Laso editor, se cuestionaba las rupturas con respecto a las maneras de vernos y reconocernos y bogaba por rescatar las imágenes de lo propio. Y Gabriela Alemán prologó que el barrio que retrata Paula estuvo poblado por sombras, por seres decapitados, siluetas reflejadas en un cristal, salones de billar desolados y pájaros que surcan cielos amenazantes. Paula Parrini ha dicho que su periplo por esa Floresta inédita, fue un acto de absoluta soledad, sin otro sentido que dar sentido a su mirada escudriñadora de detalles recién revelados. Y esa es la otra impronta de una ciudad con carácter: hacernos sentir desprovistos frente a diversas insinuaciones. En ese bifurcar de caminos de un barrio citadino por redescubrir y que se parece a la vida misma: aquella donde se siente nostalgia de lo que no fue, como un preludio de lo que nunca será.

No hay comentarios:

Publicar un comentario