Por Leonardo Parrini
No hace honor a su apellido el escritor
mexicano Octavio Paz, que se ha pasado la vida lidiando en mil batallas. La última
que perdió, fue contra la muerte en 1998; y hoy, que se conmemora el centenario de su natalicio,
el Premio Nobel de literatura 1990, parece siemprevivo. Hijo de una generación
de escritores de entre guerras, acuñó el sentido del liberalismo ideológico
como divisa, matizada por acercamientos y distancias con el marxismo al que
considero “su punto de vista”, más allá de las disidencias con el socialismo real.
En esa batalla se alineó a disidentes de la izquierda como Albert Camus, André
Bretón, George Orwell, Ignazio Silone, y otros fustigadores del estalinismo. Entre
sus papeles se encuentran temas de su incumbencia y obsesión: la vida intelectual
de su tiempo en relación con el poder, la democracia como forma de vida, los asuntos
identitarios, entre temas coyunturales en los que Paz siempre dio guerra, sin
hallar esa concordia subscripta en su apellido.
No obstante, su adhesión critica al marxismo
le daba licencia para el fustigamiento intelectual a las ideas de la izquierda latinoamericana
y mundial, marcando distancias con la revolución cubana, repudiando los vestigios
autoritarios que advertía en los países del bloque socialista y haciendo caso
omiso a sus antecedentes políticos como nieto de un editor combatiente de las
guerras liberales en México. La suya fue una ráfaga perenne que transitó por una
estirpe idealista que concibe el acto poético como potestad revolucionaria para
trasformar el mundo y viceversa. En la lúcida egida de su obra se cobija ese notable
escrito que es El laberinto de la soledad,
carta de presentación con la que Paz irrumpe, en 1950, como develador de realidades
camufladas por el folklorismo mexicano. En sus páginas pone al descubierto: la extraña pasión por la muerte y por la
fiesta, sus miedos más recónditos a ser eternamente vencidos o conquistados, el
subsuelo indígena, el arraigo de su vieja cultura española y católica, el
desencuentro con el liberalismo occidental, la vocación nacionalista y
revolucionaria.
Sus flirteos con la izquierda y el
surrealismo lo hicieron acreedor a una constante crítica de sus contemporáneos.
Allí están el decisivo encuentro con André Breton, su renuncia a la diplomacia mexicana
luego de la masacre de Tlatelolco que puso “un sangriento fin al movimiento estudiantil de 1968”,
hasta enfilarse en el denuedo de la crítica al socialismo del siglo XX. Las guerras
de Paz solían ser interminables, y es así que, en 1976, funda la revista Vuelta, una trinchera desde donde albergó
a los disidentes y disparó sus armas contra los regímenes socialistas, la guerrilla
marxista, tanto como contra las dictaduras militares latinoamericanas, gestos que sin embargo le hicieron acreedor al mote
de reaccionario. Vino la contra repuesta
y Paz en guerra, fue eliminado de las listas de académicos progresistas, expulsado
de las aulas académicas, incinerados sus libros y su efigie en los campos
universitarios. Una batalla que sólo coronó de victoria, cuando luego de la caída
del Muro de Berlín, le concedieron el primer Premio Nobel de literatura de la época
post socialista, como “poeta de la libertad”.
Al conmemorarse hoy los cien años
de su natalicio, Octavio Paz, intelectual polémico y lúcido, sigue aún muy
lejos de reconciliarse con la armonía. En un mundo que concibe polarizado, fragmentado
a veces en trizas, en el que recoge los escombros para volver a asumir su
belicosa vocación en el campo de eterna batalla donde Octavio subsiste sin
paz: Romperé los
espejos, haré trizas mi imagen, que cada mañana rehace piadosamente mi
cómplice, mi delator. Sequía, campo arrasado por un sol sin párpados, ojo
atroz, oh conciencia, presente puro donde pasado y porvenir arden sin fulgor ni
esperanza. Todo desemboca en esta eternidad que no desemboca.
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