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sábado, 4 de enero de 2014

LA PORNOGRAFIA ¿REVITALIZADOR DE LA PAREJA?


Por Leonardo Parrini

La pornografía suele ser una de esas actividades que goza de mucho más prestigio que el que merece, como modificadora de la conducta humana, influyente en situaciones sexuales aberrantes o ascéticas. Algo parecido sucede con ciertas palabras que denotan situaciones sobredimensionadas por la visibilización a que son expuestas. La marihuana también goza de un prestigio altísimo como estimulante sensorial y lenitivo de ciertos estados depresivos, mientras que su potestad psicodélica es más bien restringida a los estados de ánimo del consumidor. La pornografía o exposición sexual explicita, en ese sentido, se asocia a ciertas drogas blandas por su impacto transitorio, adictivo y estimulante, cuyos efectos secundarios no trascienden más allá el comportamiento de los consumidores.

Un estudio on line, recientemente realizado en Holanda, entre 4.600 personas con edades comprendidas entre 15 y 25 años por el investigador Gert Martin Hald, establece que el 88% de los varones y el 44% de las mujeres reconoce haber visto en los últimos dos meses, “material pornográfico que se encontraba en películas, revistas, Internet u otro tipo de material multimedia”. El estudio intenta dilucidar algunos impactos que produciría el porno en el comportamiento sexual de los usuarios y consigue establecer que existe un tabú asociado a la pornografía, basado en una actitud de censura moral y social.  

La investigación concluye en que existe “una relación directa entre ver material con contenido sexual explícito y el deseo de practicar sexo menos convencional, y que el número de individuos que mostraron esta asociación fue relativamente bajo”. De manera concluyente se menciona que “sólo un porcentaje pequeño (entre el 0,3 y el 4%) pareció sentirse afectado en parte por ver pornografía”.

Frente a la posibilidad de que la pornografía desencadene conductas sexuales con riesgo, la investigación descubre que “la práctica de sexo no convencional se asocia más a disposiciones personales previas que a la propia pornografía por sí misma”. Los resultados se inclinan a favor de que “el consumo de este tipo de contenidos pornográficos no tiene tanta relevancia como se pensaba” y que a la hora de la verdad “no provoca problemas mentales, ni conlleva a comportamientos sexuales de riesgo”.

Una bella pornografía

La pornografía, que en sus orígenes griegos significó “escribir sobre prostitutas”, es tan antigua como la existencia del hombre. En sociedades como la India se encontró en los muros de los templos, imágenes sexuales explicitas aludiendo al coito, mientras que en la antigua Grecia se producían jarrones y murales decorados con dibujos eróticos. Los iconos japoneses son célebres por la profusa utilización de imágenes sexuales; y al respecto, Abdón Ubidia, habla en su texto Referentes de “una bella pornografía”, en referencia al arte erótico nipón. El novelista ecuatoriano aproxima una idea cautivadora: “La vieja división griega entre el ágape y el eros -entre lo espiritual y lo corporal- sigue mostrando en los hechos toda su fuerza y su utilidad descriptiva”.

¿En qué consiste esa utilidad descriptiva de la pornografía?

La pornografía no dejará de “atrapar al oscuro objeto del deseo” porque en eso consiste su significado: en apresar, hiperrealistamente, los detalles del objeto deseado. No puede sino, el porno, andar en esa dirección, si no quiere perder su significado final. Un texto de Baudrillard –citado por Ubidia- describe la escena de una muchacha exhibicionista, sentada sobre una tarima con sus muslos separados, que es admirada y deseada por un grupo de obreros japoneses. El autor posmoderno se pregunta si más allá del límite de la genitalidad, luego de que los obreros, prácticamente, metieran sus narices y sus ojos en la vagina de la muchacha, “quedarán aun goces que pudieren resultar de descuartizamientos visuales, mucosas y músculos íntimos”. Pertinente cuestionamiento, puesto que la pornografía y el erotismo han sido un largo viaje por el descubrimiento del cuerpo oculto, “un largo striptease que ha durado un siglo”, como diría Ubidia. En el camino de alcanzar el total develamiento de los secretos sexuales y la obsolescencia de la censura, la pornografía vuelve “de un modo natural y hasta ingenuo, al mundo abierto, admitido y celebrado del erotismo”.

Nos inclinamos a pensar que el erotismo, en contraposición con la pornografía, es celebrado socialmente como una forma de mitigar el “impacto moral” del porno, como una forma de exorcizar los demonios del sexo puro y duro que implica la genitalidad pornográfica. Ubidia dice que la pornografía sería el estado más bajo del erotismo, lo que supone que todo porno “es perverso y de mal gusto”. A reglón seguido, reconoce que “la verdad no es tan simple ni mecánica”.

Los matices pronto se hacen indispensables para entender la diferencia entre lo uno y lo otro, entre lo permitido y lo prohibido, cuya frontera divide a los territorios de lo erótico y lo pornográfico. Mientras que la pornografía es un aquí y ahora, un presente sin alma; el erotismo es evocación pura, metáfora insinuadora, historia en cuerpo y alma. La pornografía -afirma Ubidia-, “carece de memoria”, no precisa de un pasado que evocar, soslaya historias que la distraigan de su descarnado presente. Las sutilezas de la pornografía no se refieren a las ideas que evoca, porque no tiene poder evocativo sino descriptivo, visual.

El porno pertenece al reino de lo visual, lo voyeur, el lujurioso juego de ocultamientos y develaciones, porque es tan estimulante mostrar como ocultar el objeto deseado a los ojos del voyerista. Esta implicación directa de nuestros sentidos, sin intermediarios, hace de la pornografía un gesto de facto, cuyo blanco es nuestra emotividad desprovista de filtros para mitigar el impacto excitante, y en una situación en que nuestros sentidos son excitados “sin metáforas posibles” y sin otra intención que no sea mostrar el objeto deseado en su más nítida evidencia.

En cambio, el erotismo como todo arte complejo, afirma Ubidia, afecta nuestros sentimientos de un modo indirecto, puesto que la identificación erótica se pone en movimiento a través de analogías, comparaciones y evocaciones sensoriales que pueden ser estimuladas por la vía de los sentidos. Un aroma, una melodía, un color, pueden ser desencadenantes de la evocación erótica, una comida, un licor, en fin, todo aquello que nos devuelve al lugar donde se encuentra la fuente de nuestro placer pretérito o presente evocado.

La pornografía transgrede, desafía, insiste en develar lo prohibido y esa es su profunda razón de ser; el erotismo sugiere, estimula, se vale de un pasado y una historia que recomponer en la evocación del objeto deseado. Y eso lo saben los mercaderes del sexo. El marketing pornográfico trata al sexo como mercancía, no le interesa develar tabúes sexuales, más bien se vale de ellos para su lucrativo negocio de sexo explícito. Lo prohibido vende, esa es la fórmula.

No obstante, Ubidia sugiere una sutil demarcación entre la bella pornografía que encuentra en los grabados japoneses y aquella pornografía “burda, mal hecha, caricatural y torpe”. Queremos pensar que esta sugestiva afirmación emana de un magma estético, mas no de una actitud moralista de mitigar la vergüenza de aceptar la pornografía como un hecho permisible.  

Coincidente con el estudio holandés que, sin embargo, demostró la inocuidad de la pornografía a la hora de influir en conductas sexuales de los consumidores de porno duro, la idea fuerza que desliza el texto de Ubidia es que la pornografía no amenaza a nadie, sino más bien estimula la institución familiar: “Para nadie es un misterio la cantidad de matrimonios exhaustos que, gracias a los videos X, renuevan su gastado deseo y, con ello, defienden su gastada fidelidad”.

Confrontamos esta afirmación con la realidad en un sex shop quiteño, ubicado en el último nivel de un centro comercial. El propietario, un fornido joven, sentado junto a su pareja, atiende el local: son en sí mismos el mejor mensaje publicitario del negocio. La pareja reconoce que todos los productos exhibidos, primero son probados por ellos. Y los hay desde cremas estimulantes de uso vaginal, hasta consoladores de tamaños descomunales, penes animados a pilas, lencería erótica, muñecos y muñecas inflables, yerbas para infusiones estimulantes, juguetes de uso vaginal y anal, correas para flagelaciones, etc. El perfil del consumidor corresponde -según el dueño del local- a todo tipo de personas, condición social y edad. Son heterosexuales y homosexuales, potenciales compradores “en busca de romper la rutina sexual con sus parejas”. Los hay tímidos que primero preguntan por “regalos para despedidas de solteros”, ocultando su verdadero motivo de la compra, hombres y mujeres solitarios, parejas de toda edad, hasta “pervertidos que se solazan hablando el tema con la chica expendedora del local”. El propietario del sex shop admite que sus productos, importados de Brasil, China y EE.UU contribuyen a una conducta de “liberación sexual entre los ecuatorianos”.

Descubrir el sexo con sentido hedonista, es una opción humana más honesta y liberadora. Saber distinguir entre el amor y el deseo, entre el eros y el ágape, tiene como recompensa reencontrar el sentido vital y estimulante de una relación en pareja, desgastada por lo rutinaria, angustiosa por lo frustrante. Claro, primero hay que desvestir el alma y el cuerpo de prejuicios, de temores, de hipocresías y dar rienda suelta a los deseos reprimidos. No pedir al amor lo que debe dar el sexo, no exigir al sexo lo que corresponde al amor: esa es la fórmula. Una noche con el ser amado y deseado, bajo los estímulos externos del erotismo porno, equivale a un cambio de aceite en el motor de la historia sexual de los individuos en pareja.

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