Por Aitor Arjol
Entre el
ridículo y el despiste media una sonrisa. El despiste es aquello a lo que no
tenemos temor alguno, porque nace de la inconsciencia. Del despiste nace una
sonrisa sin mala leche. Sonrisa del que se solidariza con la metedura de pata.
La sonrisa del biombo. La sonrisa de la vela. Por el contrario, con el ridículo
se requiere un cuidado somero. Solemos
tener miedo al ridículo, circunstancia que deviene de nuestra falta de conocimiento
de lo que se ha de hacerse o es correcto, frente a lo cual parece mejor estar
callado, porque en boca cerrada no entran moscas. Otras veces nace del hecho de
que no tenemos intención de mostrarnos ridículos, en ámbitos sociales
frecuentemente sujetos al protocolo.
Ahí es donde el
ridículo es un atributo moral y no semántico. Ahí es donde el ridículo es una
hipócrita virtud social. Que si tal vestido. Que si vaya formal. Que si toma el
libro del estante. Que si llena de citas el discurso para que todos vean lo
importante que sos. Que si viva Roma
después de Cesar. En éste último aspecto, el ridículo sería algo así como la
llama de la que hay que estar pendiente. Algo de lo que las propias personas se
sienten muy orgullosos de evitar, y de tal evasión nace la atribución de
inteligencia. Miren ustedes qué listo soy porque evité hacer el ridículo y
quedé como un pavo con cresta. Soy más listo que Juanito Laguna y sus
barriletes.
Pero luego están
los ridículos conscientes. No hay que ir muy lejos. Ridículos que se buscan con
premeditación. Ridículos con evidencia. Ridículos que abundan entre la clase
política, por citar algún ejemplo fácilmente observable. Ridículos que abundan
entre esos mismos, con francas excepciones para evitar el estereotipo. Son
ridículos con tantísimas versiones: aparentar que lo saben todo; hacernos creer
que son honestos o angelitos incapaces de hacer daño a nadie; se vuelven
profetas en tiempos electorales; se arrogan el título de la democracia y, la
más plausible, desean idiotizar al conjunto de la ciudadanía. En fin, que en
éste ámbito, la ridiculez es tan profética, manifiesta y abundante que, a falta
de ser un soberano despistado, prefiero quedarme con una única ridiculez, la de
los amores ridículos de Milán Kundera.
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