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jueves, 9 de octubre de 2014

APOLOGÍA DEL RIDÍCULO




 Por Aitor Arjol

Entre el ridículo y el despiste media una sonrisa. El despiste es aquello a lo que no tenemos temor alguno, porque nace de la inconsciencia. Del despiste nace una sonrisa sin mala leche. Sonrisa del que se solidariza con la metedura de pata. La sonrisa del biombo. La sonrisa de la vela. Por el contrario, con el ridículo se requiere un  cuidado somero. Solemos tener miedo al ridículo, circunstancia que deviene de nuestra falta de conocimiento de lo que se ha de hacerse o es correcto, frente a lo cual parece mejor estar callado, porque en boca cerrada no entran moscas. Otras veces nace del hecho de que no tenemos intención de mostrarnos ridículos, en ámbitos sociales frecuentemente sujetos al protocolo.

Ahí es donde el ridículo es un atributo moral y no semántico. Ahí es donde el ridículo es una hipócrita virtud social. Que si tal vestido. Que si vaya formal. Que si toma el libro del estante. Que si llena de citas el discurso para que todos vean lo importante que sos. Que si viva Roma después de Cesar. En éste último aspecto, el ridículo sería algo así como la llama de la que hay que estar pendiente. Algo de lo que las propias personas se sienten muy orgullosos de evitar, y de tal evasión nace la atribución de inteligencia. Miren ustedes qué listo soy porque evité hacer el ridículo y quedé como un pavo con cresta. Soy más listo que Juanito Laguna y sus barriletes.

Pero luego están los ridículos conscientes. No hay que ir muy lejos. Ridículos que se buscan con premeditación. Ridículos con evidencia. Ridículos que abundan entre la clase política, por citar algún ejemplo fácilmente observable. Ridículos que abundan entre esos mismos, con francas excepciones para evitar el estereotipo. Son ridículos con tantísimas versiones: aparentar que lo saben todo; hacernos creer que son honestos o angelitos incapaces de hacer daño a nadie; se vuelven profetas en tiempos electorales; se arrogan el título de la democracia y, la más plausible, desean idiotizar al conjunto de la ciudadanía. En fin, que en éste ámbito, la ridiculez es tan profética, manifiesta y abundante que, a falta de ser un soberano despistado, prefiero quedarme con una única ridiculez, la de los amores ridículos de Milán Kundera.

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