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jueves, 12 de septiembre de 2013

¿SE PUEDE SER FASCISTA HOY?


Por Leonardo Parrini

En la retórica del poder hay palabras que perviven cargadas de sentido y otras que se desgastan por su mal uso o abuso. Entre las primeras el término fascismo se ha potenciado, a partir de su acuñamiento en la sociedad italiana de entreguerras, y que designaba a la dictadura que encumbró en el poder a Mussolini. La escasa referencialidad de la palabra fascismo a una ideología determinada hizo que su acepción, ambigua de por sí y ante sí, se impusiera como vocablo y sinónimo de todo aquello que implicaba imposición, dictadura, totalitarismo y que trascendió hasta nuestros días como el apelativo perfecto para designar al poder excedido en sus prácticas represivas.

No obstante, es inmerecida la popularidad del término fascismo, puesto que como señala Umberto Eco en su texto El fascismo Eterno, “al contrario de lo que se puede pensar, el fascismo italiano no tenía una filosofía propia: tenía sólo una retórica”.

¿Cuál puede ser esta retórica, cuya vigencia trasciende el tiempo, para designar hoy día lo que se quiere significar cuando calificamos a alguien de fascista? Sin duda el estruendoso extravío del poder como ejercicio de gobernanza, convertido en designio de la intolerancia ideológica sin ideología propia, como la amalgama de varias tendencias totalitarias y contradictorias entre sí, como concluye Eco. 

A la interrogante que encabeza este artículo ¿Se puede ser fascista hoy?, habría que responder afirmativamente, siempre y cuando las conductas políticamente incorrectas de los movimientos que ostentan el poder se sitúen por sobre los derechos humanos, naturales y políticos que le asisten a los miembros de la sociedad civil.

La palabra fascismo debería, en tal sentido, aludir a una acción de exclusión intolerante o un verbo que designe la intolerancia, más que a un adjetivo que se amolda a toda condición de rechazo al otro, en tanto enemigo político. Sin embargo, el fascismo como categoría política e impronta de gobierno, reúne algunas características singulares que Eco describe en su texto. Un exacerbado culto por las tradiciones, cuasi obsesión por las glorias del pasado. La gnosis nazi se alimentaba de elementos tradicionalistas, recuerda Eco. Y en esa dirección la patria enaltecida por la retórica nacionalista, la familia como núcleo y unidad social esencial, encuentran en la parafernalia de la propaganda fascista sus más nítidos sincretismos culturales, a través de iconos, músicas, slogans y demás artefactos persuasivos del discurso fascista en el poder.

La pasión irracional, unida al pragmatismo de la acción como única fuente de conocimiento, explica el desprecio que el fascismo profesa por la cultura, las ideas y el raciocinio, lo que desemboca irremediablemente en la actitud acrítica frente al poder que impone la lógica fascista. Goebbels, ministro de propaganda nazi, sostenía que las masas se comportaban con sentido femenil y que había que exacerbar esa condición en los públicos para ejercer sobre ellos el domino del discurso.

Lo anterior, unido al miedo a la diversidad que implique dar cabida al otro, es decir lo excluyente, es innato al fascismo y se traduce en racismo y discrimen social. Comportamiento fascista que, por lo general, supone actos de violencia y belicismo sistemático donde siempre hay un enemigo por destruir.

Será por ello entonces que el fascismo, sin previa ideología, se convierte en una actitud práctica que fomenta la cultura de la intolerancia, tamizada por alusiones sexuales de poder machista transferidas a la acción política como una constante siempre represiva. En ese sentido, el fascismo ejerce dominio como montaje de una conducta elitista y belicosa que enarbola el culto a la muerte, en la forma de heroísmo propio o de exterminio del otro. Se puede ser fascista hoy día, siempre que acuñemos en nuestro comportamiento una eterna bambolla del poder insuflado de poder.

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