Por Leonardo Parrini
Han trascurrido cuarenta años
desde que el 11 de septiembre de 1973 los militares chilenos dieron el golpe de
Estado que terminó con la vida del Presidente Salvador Allende. Fecha mítica,
marcada con sangre en el calendario de los chilenos, que mantiene viva la
evocación de ese martes de invierno cuando los aviones de la fuerza aérea, en sobrevuelo
rasante sobre La Moneda, bombardearon con cohetes las ventanas del despacho presidencial
y provocaron el dantesco incendio que precedió el asalto de las tropas
golpistas al palacio de gobierno.
En los interiores de la sede gubernamental
en llamas, un puñado de hombres liderados por el Presidente Allende resistió el
asedio, por aire y tierra, de las FF.AA. que pocos días antes habían jurado
lealtad al sistema democrático vigente. Mitológicos, como son Chile y los
chilenos, no advirtieron que detrás de la metáfora democrática acechaba la
traición castrense a un país fracturado por irreconciliables odios de clases.
Un enfrentamiento exacerbado por el proceso revolucionario que se propuso
transformar la estructura política y social de Chile, considerado el país más
excluyente del mundo.
Al momento del golpe militar del
73 habían transcurrido mil días desde que Allende asumiera el poder el 4 de
septiembre de 1970, sorteando toda clase de obstáculos legalistas y políticos.
Allende, al no obtener la mayoría absoluta de votos, tuvo que ser ratificado en
el Congreso por las fuerzas de izquierda, con apoyo de parlamentarios
derechistas y democratacristianos que condicionaron el reconocimiento del
triunfo electoral de la Unidad Popular a la firma de un estatuto de garantías
que dejó a Allende con las manos atadas para gobernar, conforme su programa de
gobierno.
Salvador Allende asumió el
poder como presidente de un gobierno popular, antiimperialista y democrático que
se propuso “echar las bases del socialismo”. En esa línea de acción creó un área
estatal de la economía mediante expropiaciones de las industrias estratégicas del
cobre, textiles, metalmecánicas, alimentarias y petroquímicas, entre otras, que
pasaron a control de comités de obreros y empleados. Una profunda reforma
agraria expropió los latifundios superiores a las 10 mil hectáreas y puso las
tierras productivas en manos de los campesinos. En el plano político, el mayor
logro de la revolución liderada por el Presidente Allende -con “sabor a empanadas
y vino tinto”-, fue el fortalecimiento de las organizaciones de trabajadores,
estudiantes y pobladores. Nunca antes el país vivió un proceso de participación
ciudadana de mayor envergadura.
En el campo cultural, el Estado
fomentó la producción artística, literaria, musical y cinematográfica, y la editorial
estatal Quimantú inundó el país de libros de autores chilenos y extranjeros. Un
proyecto docente revolucionario quedó sin efecto por la oposición tenaz de los
sectores eclesiásticos que veían disminuidos sus privilegios, como propietarios
y regentadores de gran parte del negocio educativo privado.
El régimen de Allende ostenta
un antecedente inédito: ser el primer gobierno chileno que crece,
electoralmente, luego de dos años de ejercicio en el poder. En las elecciones
parlamentarias de marzo de 1972, la Unidad Popular obtuvo un 43,6% de la
votación, superando el 36,3% de los sufragios que llevaron a Salvador Allende a
la presidencia. Ese resultado fue una nítida muestra de la aceptación popular
al proceso que conducía a la sociedad chilena hacia el socialismo por la vía
pacífica. Las fuerzas reaccionarias lo entendieron con claridad y, a partir de
entonces, se entregaron a la subversión armada en busca de un golpe de Estado
violento y sanguinario.
En octubre de 1972, un paro
nacional de transportistas paralizó Chile y abrió las puertas a la
desestabilización que concluyó en el golpe militar del 11 de septiembre del 73.
Desde ese momento las sonadas fascistas, organizadas por partidos y movimientos
de ultra derecha, se tomaron las calles hasta convertirlas en escenario de batallas
campales entre la oposición y las fuerzas revolucionarias que defendían al
régimen de Allende.
El gobierno de la Unidad
Popular no pudo sostenerse porque no creó condiciones de consolidación
política, económica y social. La principal causa del derrocamiento de Allende
fue el efecto de la estrategia norteamericana de desestabilizar al régimen financiando,
a través de la transnacional International Telephone and Telegraph ITT, a movimientos
de ultra derecha que generaron las condiciones para el golpe militar dirigidos
por la CIA. La segunda causa directa de la caída del gobierno de Allende,
fueron las acciones contrarrevolucionarias perpetradas, con odio visceral, por
la clase política desplazada del poder y que jamás había abandonado sus
privilegios en Chile. Acción política que siempre contó con el eco favorable de
una prensa alineada, históricamente, a los intereses de los grandes grupos
económicos de Chile, y que orquestó una estruendosa campaña terrorista
mediática en contra del régimen de Allende.
La tercera causa fue la
permanente división política al interior del movimiento revolucionario,
estimulada por sectores ultraizquierdistas y fracciones socialistas que no
comprendieron que la unidad y la organización de masas era la única garantía
del proceso revolucionario y que en cambio practicaron el foquismo político con
acciones opositoras al gobierno de Allende. La falta de cohesión política se
convirtió en trampa mortal para el proceso revolucionario chileno.
En el terreno económico el sistema
estatal de abastecimiento fue insuficiente a la hora de satisfacer las
necesidades básicas de la población que hacía largas colas para conseguir víveres,
que eran acaparados y escondidos por comerciantes mayoristas y minoristas
opuestos al gobierno. Estos hechos crearon un creciente descontento popular. En
términos sociales e ideológicos, la revolución chilena logró convencer a la
mitad de la población; la otra mitad mantuvo una rabiosa oposición al primer
experimento socialista latinoamericano que llegaba al poder por la vía
electoral en Chile.
A la luz de la historia la
enseñanza del episodio revolucionario chileno continúa vigente. El actual
proceso de cambios que tiene lugar en países como Ecuador, Venezuela y Bolivia,
puede enriquecerse con una transparente lección: el enemigo principal de la
revolución no descansa en su objetivo de hacer reversible la transformación
estructural de la sociedad y, junto a ese enemigo, los quintacolumnistas de
ultraizquierda que no entienden el imperativo de la unidad, provocan tanto o
más daño al proceso a nombre de la propia revolución.
Chile experimentó hace cuatro
décadas una revolución profunda, en cuando a la implementación de un programa de
gobierno popular, antiimperialista y democrático que construía las bases de una
sociedad socialista por la vía pacífica. ¿Por qué ese programa no contempló la
defensa del proceso revolucionario en términos armados? La respuesta divide
hasta hoy a los chilenos. En el escudo de Chile reza airosa la consigna: por la razón o la fuerza. La razón del
pueblo chileno no fue defendida, en su momento, por la fuerza. ¿Estuvo allí la
mayor debilidad de la revolución chilena? La historia tiene la palabra.
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