Por Leonardo Parrini
La pornografía suele ser una de esas
actividades que goza de mucho más prestigio que el que merece, como modificadora
de la conducta humana, influyente en situaciones sexuales aberrantes o
ascéticas. Algo parecido sucede con ciertas palabras que denotan situaciones
sobredimensionadas por la visibilización a que son expuestas. La marihuana
también goza de un prestigio altísimo como estimulante sensorial y lenitivo de
ciertos estados depresivos, mientras que su potestad psicodélica es más bien
restringida a los estados de ánimo del consumidor. La pornografía o exposición
sexual explicita, en ese sentido, se asocia a ciertas drogas blandas por su impacto
transitorio, adictivo y estimulante, cuyos efectos secundarios no trascienden más
allá el comportamiento de los consumidores.
Un estudio on line, recientemente realizado
en Holanda, entre 4.600 personas con edades comprendidas entre 15 y 25 años por
el investigador Gert Martin Hald, establece que el 88% de los varones y el 44%
de las mujeres reconoce haber visto en los últimos dos meses, “material
pornográfico que se encontraba en películas, revistas, Internet u otro tipo de
material multimedia”. El estudio intenta dilucidar algunos impactos que
produciría el porno en el comportamiento sexual de los usuarios y consigue
establecer que existe un tabú asociado a la pornografía, basado en una actitud
de censura moral y social.
La investigación
concluye en que existe “una relación directa entre ver material con contenido
sexual explícito y el deseo de practicar sexo menos convencional, y que el
número de individuos que mostraron esta asociación fue relativamente bajo”. De
manera concluyente se menciona que “sólo un porcentaje pequeño (entre el 0,3 y el
4%) pareció sentirse afectado en parte por ver pornografía”.
Frente a la posibilidad de que la pornografía desencadene conductas sexuales con riesgo, la investigación descubre que “la práctica de sexo no convencional se asocia más a disposiciones personales previas que a la propia pornografía por sí misma”. Los resultados se inclinan a favor de que “el consumo de este tipo de contenidos pornográficos no tiene tanta relevancia como se pensaba” y que a la hora de la verdad “no provoca problemas mentales, ni conlleva a comportamientos sexuales de riesgo”.
Una bella
pornografía
La pornografía, que en sus orígenes griegos significó
“escribir sobre prostitutas”, es tan antigua como la existencia del hombre. En sociedades
como la India se encontró en los muros de los templos, imágenes sexuales explicitas aludiendo al
coito, mientras que en la antigua Grecia se producían jarrones y murales
decorados con dibujos eróticos. Los iconos japoneses son célebres por la profusa
utilización de imágenes sexuales; y al respecto, Abdón Ubidia, habla en su
texto Referentes de “una bella
pornografía”, en referencia al arte erótico nipón. El novelista ecuatoriano
aproxima una idea cautivadora: “La vieja división griega entre el ágape y el
eros -entre lo espiritual y lo corporal- sigue mostrando en los hechos toda su
fuerza y su utilidad descriptiva”.
¿En qué consiste esa utilidad descriptiva de la
pornografía?
La pornografía no dejará de “atrapar al
oscuro objeto del deseo” porque en eso consiste su significado: en apresar, hiperrealistamente,
los detalles del objeto deseado. No puede sino, el porno, andar en esa dirección,
si no quiere perder su significado final. Un texto de Baudrillard –citado por Ubidia-
describe la escena de una muchacha exhibicionista, sentada sobre una tarima con
sus muslos separados, que es admirada y deseada por un grupo de obreros
japoneses. El autor posmoderno se pregunta si más allá del límite de la
genitalidad, luego de que los obreros, prácticamente, metieran sus narices y
sus ojos en la vagina de la muchacha, “quedarán aun goces que pudieren resultar
de descuartizamientos visuales, mucosas y músculos íntimos”. Pertinente cuestionamiento,
puesto que la pornografía y el erotismo han sido un largo viaje por el
descubrimiento del cuerpo oculto, “un largo striptease que ha durado un siglo”,
como diría Ubidia. En el camino de alcanzar el total develamiento de los secretos
sexuales y la obsolescencia de la censura, la pornografía vuelve “de un modo natural y hasta ingenuo, al mundo
abierto, admitido y celebrado del erotismo”.
Nos inclinamos a pensar que el erotismo, en
contraposición con la pornografía, es celebrado socialmente como una forma de
mitigar el “impacto moral” del porno, como una forma de exorcizar los demonios
del sexo puro y duro que implica la genitalidad pornográfica. Ubidia dice que
la pornografía sería el estado más bajo del erotismo, lo que supone que todo
porno “es perverso y de mal gusto”. A reglón seguido, reconoce que “la verdad
no es tan simple ni mecánica”.
Los matices pronto se hacen indispensables
para entender la diferencia entre lo uno y lo otro, entre lo permitido y lo prohibido,
cuya frontera divide a los territorios de lo erótico y lo pornográfico. Mientras
que la pornografía es un aquí y ahora, un presente sin alma; el erotismo es evocación
pura, metáfora insinuadora, historia en cuerpo y alma. La pornografía -afirma
Ubidia-, “carece de memoria”, no precisa de un pasado que evocar, soslaya historias
que la distraigan de su descarnado presente. Las sutilezas de la pornografía no
se refieren a las ideas que evoca, porque no tiene poder evocativo sino
descriptivo, visual.
El porno pertenece al reino de lo visual, lo
voyeur, el lujurioso juego de ocultamientos y develaciones, porque es tan
estimulante mostrar como ocultar el objeto deseado a los ojos del voyerista. Esta
implicación directa de nuestros sentidos, sin intermediarios, hace de la pornografía
un gesto de facto, cuyo blanco es nuestra emotividad desprovista de filtros
para mitigar el impacto excitante, y en una situación en que nuestros sentidos
son excitados “sin metáforas posibles” y sin otra intención que no sea mostrar el
objeto deseado en su más nítida evidencia.
En cambio, el erotismo como todo arte
complejo, afirma Ubidia, afecta nuestros sentimientos de un modo indirecto, puesto
que la identificación erótica se pone en movimiento a través de analogías,
comparaciones y evocaciones sensoriales que pueden ser estimuladas por la vía
de los sentidos. Un aroma, una melodía, un color, pueden ser desencadenantes de
la evocación erótica, una comida, un licor, en fin, todo aquello que nos devuelve
al lugar donde se encuentra la fuente de nuestro placer pretérito o presente
evocado.
La pornografía transgrede, desafía, insiste en
develar lo prohibido y esa es su profunda razón de ser; el erotismo sugiere,
estimula, se vale de un pasado y una historia que recomponer en la evocación del
objeto deseado. Y eso lo saben los mercaderes del sexo. El marketing pornográfico
trata al sexo como mercancía, no le interesa develar tabúes sexuales, más bien
se vale de ellos para su lucrativo negocio de sexo explícito. Lo prohibido
vende, esa es la fórmula.
No obstante, Ubidia sugiere una sutil demarcación
entre la bella pornografía que encuentra en los grabados japoneses y aquella pornografía
“burda, mal hecha, caricatural y torpe”. Queremos pensar que esta sugestiva afirmación
emana de un magma estético, mas no de una actitud moralista de mitigar la vergüenza
de aceptar la pornografía como un hecho permisible.
Coincidente con el estudio holandés que, sin
embargo, demostró la inocuidad de la pornografía a la hora de influir en
conductas sexuales de los consumidores de porno duro, la idea fuerza que
desliza el texto de Ubidia es que la pornografía no amenaza a nadie, sino más
bien estimula la institución familiar: “Para nadie es un misterio la cantidad
de matrimonios exhaustos que, gracias a los videos X, renuevan su gastado deseo y, con ello,
defienden su gastada fidelidad”.
Confrontamos esta afirmación con la realidad
en un sex shop quiteño, ubicado en el
último nivel de un centro comercial. El propietario, un fornido joven, sentado
junto a su pareja, atiende el local: son en sí mismos el mejor mensaje
publicitario del negocio. La pareja reconoce que todos los productos exhibidos, primero son probados por ellos. Y los hay desde cremas estimulantes de uso
vaginal, hasta consoladores de tamaños descomunales, penes animados a pilas, lencería
erótica, muñecos y muñecas inflables, yerbas para infusiones estimulantes,
juguetes de uso vaginal y anal, correas para flagelaciones, etc. El perfil del
consumidor corresponde -según el dueño del local- a todo tipo de personas, condición
social y edad. Son heterosexuales y homosexuales, potenciales compradores “en
busca de romper la rutina sexual con sus parejas”. Los hay tímidos que primero preguntan
por “regalos para despedidas de solteros”, ocultando su verdadero motivo de la
compra, hombres y mujeres solitarios, parejas de toda edad, hasta “pervertidos
que se solazan hablando el tema con la chica expendedora del local”. El
propietario del sex shop admite que
sus productos, importados de Brasil, China y EE.UU contribuyen a una conducta
de “liberación sexual entre los ecuatorianos”.
Descubrir el sexo con sentido hedonista, es
una opción humana más honesta y liberadora. Saber distinguir entre el amor y el
deseo, entre el eros y el ágape, tiene como recompensa reencontrar el sentido vital
y estimulante de una relación en pareja, desgastada por lo rutinaria, angustiosa
por lo frustrante. Claro, primero hay que desvestir el alma y el cuerpo de
prejuicios, de temores, de hipocresías y dar rienda suelta a los deseos reprimidos.
No pedir al amor lo que debe dar el sexo, no exigir al sexo lo que corresponde
al amor: esa es la fórmula. Una noche con el ser amado y deseado, bajo los estímulos
externos del erotismo porno, equivale
a un cambio de aceite en el motor de la historia sexual de los individuos en
pareja.
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