Por Leonado
Parrini
El dilema de la
cultura en la sociedad capitalista -y asumimos que la formación social del
Ecuador ostenta esos rasgos-, oscila entre la necesidad de subvención de la obra frente a
la libertad de creación del gestor cultural. En esta disyuntiva existe una
bifurcación entre el rol del Estado como entidad financiera y el cometido
mercantil de la cultura. En ambos casos subyace, en el contenido de la gestión
cultural, otro dilema: qué ofrecer al consumidor de arte, música, literatura, cine,
etc. para hacer de la cultura una actividad rentable. O, en el caso de la
subvención estatal, qué contenidos deben prevalecer como un gesto de creación, sin
cortapisas ideológicas. El punto de partida es para ambos casos el mismo: ¿hasta
dónde debe la obra mantener una libertad absoluta de creación como arte puro,
sin dejarse coartar por exigencias mercantilistas o pre censuras estatales?
La política de
ausencia practicada tradicionalmente por el Estado, o la ausencia de una política pública
cultural, deja en manos de la iniciativa privada el comercio de la cultura como
medio de sobrevivencia. Una actividad marcada por las exigencias de las lites
culturales que en diferentes épocas enclaustraron la cultura y sus
manifestaciones artísticas en galerías y museos, como en un mausoleo. Por consiguiente,
debido a la orfandad provocada por el Estado capitalista, la sociedad resignó en el emprendimiento privado
el fomento de la producción cultural.
¿Es esto tan
grave? En opinión de Gilles Lipovetsky, filósofo de la posmodernidad, el
capitalismo ha permitido al arte “entrar
en la vida cotidiana y liberarse de su encierro en museos”, a través de lo
que llama la desjerarquizacion de la
cultura. Pero este proceso no necesariamente es sinónimo de democratización
cultural, puesto que como el mismo autor advierte, “muy pocos tienen el dinero para disfrutarlo; pocos que cada vez son
menos, mientras el resto luchamos contra la ansiedad que el híper consumo y la
híper estimulación, la inmediatez y la falta de educación, nos generan”.
Esta afirmación de
Lipovetsky es el reflejo de una cuestión más de fondo: la cultura y su expresión artística, se ha convertido en puro negocio
de mercado; entienda que «la motivación económica no mata la creación» sino
todo lo contrario”. Entonces ¿dónde radica el punto de encuentro entre la
creación cultural, entendida como una señal humanista que da sentido a la vida,
en tanto cultivo del espíritu, y el imperativo de sobrevivir materialmente de
la cultura? La respuesta de Lipovetsky no tiene ambages: Nuestro objetivo de futuro…es comprometernos con la calidad. Para mí,
esta es la gran cuestión humanista hoy: la modernidad ganó la batalla de la
cantidad, el bienestar para la mayoría, y la híper modernidad debe ganar la
batalla de la calidad o la estilización del mundo; este es el ideal de futuro.
La reflexión de
Lipovetsky, de por sí audaz, tiende a considerar al capitalismo como una
máquina de ingeniería de sueños y emociones, ya que lo emotivo ha penetrado
todos los ámbitos de nuestra vida, incluida la política, todo quiere hacernos
reír o llorar. Y en la era de la emotividad, vivida en lo cotidiano, la gente
busca nuevas emociones y las encuentra en su diario vivir, puesto que el
capitalismo ha conseguido "que el
arte no permanezca envasado en los museos sino que impregne nuestro mundo
común, tal y como hoy sucede". Que si nuestras emociones se han
convertido en un arma que el comercio maneja como hilos de marioneta, pues
mejor que mejor dice Lipovetsky, porque "esto
nos ha dado la libertad de elegir e innovar» -elegir el atuendo, por ejemplo-.
Y donde dice que el "capitalismo artístico" ha estetizado nuestro
alma, han de entender "estética" en su sentido original griego:
tocado por las emociones, la percepción, la sensibilidad. Es decir, que vivimos
en un mundo estupendo”
A diferencia de
lo que piensan los críticos del mercantilismo en el arte, Lipovetsky sugiere que
el valor humanista pervive en la cultura pese a su utilización mercantilista.
Siempre ha habido intereses detrás del arte, -dice- si piensas por ejemplo en
el Renacimiento, la dimensión del arte no era humanista, sus valores eran
religiosos y de poder. Es en la era moderna cuando se impone la idea de que el
arte excluye lo comercial, de que el beneficio económico lo pervierte; pero
llegados a la híper modernidad, esta diferenciación estricta se erosiona. Y, en
consecuencia, su sinceridad no se hace esperar y concluye: la motivación
económica no mata la creación, la democratiza. Y en esa dinámica –sostiene-el
sistema capitalista estetiza el mundo con la idea de que vivimos mejor rodeados de belleza, tocados por la emoción de la belleza,
y consigue producir y comercializar las emociones, integrándolas en el
engranaje económico.
La misión
del Estado
El Estado se ha quedado en la hipérbole de la
fruición del arte y la cultura a través de las ideas. Lo que funciona ideológicamente
para sus fines, sirve; y en ese servilismo termina reduciendo la creación cultural
a un aliento propagandístico, promocional en el exacto sentido de promover las
ideas y sentires del proyecto político oficial. En el Ecuador de hoy, el Estado
mantiene una deuda con la sociedad traducida en un déficit de política pública
para lo cultural. ¿Pero en qué consistiría, al final del día, una política
cultural? La respuesta supone actuar sin los complejos que nos impiden ver con
realismo el hecho cultural en el país: el gestor cultural es un hombre o una
mujer de carne y hueso que tiene familia y que necesita comer. Para ello no se
trata de darle pensando o sintiendo
la emoción de la creación o fruición estética. Eso es prerrogativa del artista,
en primera y última instancia. El Estado debe remitirse a administrar, coordinar
y asignar los recursos necesarios para la gestión cultural, sin la pretensión
de alinear al artista a ningún prospecto oficial.
Pero más allá la política
cultural implica -según el teórico mexicano Arturo Chavolla- el conjunto de todas aquellas acciones
o intenciones por parte del Estado, la comunidad o instituciones civiles
tendientes a orientar el desarrollo simbólico, satisfacer las necesidades
culturales de una sociedad y obtener consenso para la transformación social o
el establecimiento de un nuevo tipo de orden entre las personas. Además, ese
esfuerzo debe poseer como meta la socialización de los productos y la
democratización de sus resultados para que toda la población,
independientemente de su credo religioso, su posición social, edad o postura
política, tenga acceso al patrimonio generado por la sociedad en su conjunto.
Los objetivos de
una política cultural para Chavolla pueden enumerarse de manera general como
ampliar los espacios de libertad a la producción artística y a las
manifestaciones de la cultura; recuperar espacios públicos como lugares no sólo
de encuentro y recreación ciudadana sino también de información, diálogo e
intercambios; expandir la actividad artística; mejorar la gestión, producción y
comercialización de las industrias culturales; ampliar la comprensión del
patrimonio cultural más allá de criterios de carácter exclusivamente histórico
y estético, incentivando la valoración, protección y difusión del mismo;
mejorar la sociabilidad y el papel educativo de museos, bibliotecas, archivos,
monumentos y otros espacios semejantes; contribuir al desarrollo del pluralismo
y la tolerancia; estimular la creación y difusión de las culturas de los
pueblos originarios; mejorar el rendimiento de la institucionalidad pública;
incrementar el intercambio y la cooperación cultural entre las naciones.
En definitiva, la mejor política cultural de
un país es un plan económico que lleve al bienestar colectivo e individual. Pero sin paternalismos de ninguna especie, sino
como un deber ser del Estado incluyente, intercultural y plurinacional bajo el
cual la Constitución asegura que vivimos como una realidad perentoria y cotidiana.
Para poner un ejemplo, la política pública en salud, que se traduce en servicio,
debe ser análoga a la política pública cultural: establecer un acercamiento del
hecho cultural al público consumidor del mismo modo que la salud pública acerca
el servicio al usuario. Y esto pasa por garantizar los recursos sin exigencias políticas
o afinidades ideológicas, tal y cual lo hace el sistema de salud a un paciente
al que no se le pregunta si es de izquierdas o de derechas para brindarle la atención
médica que es un derecho, por lo demás, consagrado en la Constitución como los derechos
culturales proclamados en esa disposición legal.
No es realista tampoco exigir al Estado una revolución cultural si los actores de la
cultura están en otra cosa. La cultura no es un pretexto para otros fines, es
un fin existencial de los pueblos en sí misma como su forma de ser, pensar y de
sentir. En tal sentido, la cultura como tejido
social que abarca las distintas formas y expresiones de una sociedad
determinada reclama del Estado recursos como un derecho inalienable, y servicio
como una gestión inherente a su rol incluyente. Ya la política del chantaje cultural
farandulero – se supone- quedó atrás, aquella que nos daba pan a cambio de circo.
Hoy día, mañana y siempre, la cultura sobrevivirá como un hecho posible al amparo
de su propia dignidad material y de su propia libertad incondicional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario