Por Abdón Ubidia
Es la fiesta por
antonomasia. Todo Occidente la celebra. Es la fiesta de los instintos, del
jolgorio de la carne y los desafueros paganos. Su prestigio se hunde en la
noche de los tiempos. Nace con los griegos, pasa por las bacanales romanas y
llega hasta nosotros con los excesos cariocas y, desde luego, con los nuestros,
no menos auténticos ni profundos.
El carnaval
tiene sus razones históricas y cósmicas. En el mundo antiguo anticipaba el fin
del invierno. Coincidía con las lupercales,
llamadas así porque aludían al
momento en que los lobos (lupus, en latín) terminaban su largo ayuno.
Entonces, jóvenes enardecidos, con aullidos de hombres lobos, se desnudaban y
perseguían a las muchachas para golpearlas con vejigas de cerdo infladas con
aire. Lo cuenta el folklorista Claude Gaignebet.
Es como para
hacernos una pregunta borgeana: ¿Sabe el chico
de estas tierras, cuando persigue a la niña para alcanzarla con una
"bomba", una vejiga también inflada, aunque con agua, que sólo está
repitiendo un interminable rito?
Claro que lo
sabe. La prueba es que lo hace. Es un saber que no necesita de palabras. Que está en la
tradición, en el gesto, encarnado en su cuerpo, en una memoria ancestral que
junta el instinto erótico a los de la caza y de la guerra, trasmutados como
antes, como siempre, en un juego exultante
y desaforado.
Las formas del
carnaval son múltiples. Cada ciudad, cada país tiene la suya. Siempre será difícil establecer por qué
misteriosos caminos llegó, hasta nosotros, la modalidad que lo vuelve la fiesta
del agua. Laura Hidalgo dice que “carnaval” viene del latín carrus navalis, un carro alegórico romano disfrazado de barco.
Allí tendríamos la primera mención acuática inscrita en el propio nombre del
carnaval.
En nuestros ojos
el agua sueña, dice Bachelard. En la naturaleza del
agua, fluída, transparente, furtiva, fresca, fértil, profunda o vaporosa, sutil
o temible, los hombres se abismaron siempre. Cánticos, poemas, mitos
milenarios, evocan su misterio. Junto con el aire, la tierra y el fuego, era
uno de los elementos primordiales de profetas y alquimistas.
En las culturas
andinas, el agua cumple un papel sagrado. Existe una enorme cantidad de
cuentos, leyendas, ritos vernáculos, ligados a ella. Esta vez nos interesa una
costumbre de Imbabura. En la segunda luna nueva del año, cuarenta días antes de
la luna llena, que señala el domingo de
Pascua, los brujos indígenas se bañan en
las cascadas para poder conversar con el demonio. Es, por supuesto, el tiempo
del carnaval.
Quizá este sea el eslabón perdido que,
sincretismo de por medio, enlaza nuestro
carnaval con el del viejo mundo.
Después de todo, sus raíces son igualmente
cósmicas, por aquello de las lunas nueva y llena. Claro que la iglesia
siempre se dio modos de superponer el calendario religioso al pagano, como lo
prueban las celebraciones de San Juan y de la Navidad que corresponden a las
fiestas universales de los solsticios de verano y de invierno.
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