Por Leonardo Parrini
Una de las grandes obsesiones de los fotógrafos
es hacer desnudo artístico. Enfrentar un cuerpo femenino o masculino, posando
delante de la cámara en toda su flagrante desnudez. Y esa obsesión, natural en el
hombre y en la mujer por lo demás, pone al fotógrafo -o al pintor- frente a
cuerpos sin historias que contar, o mejor, con una historia por construir y ahí
comienza el desafío.
Una toma de decisiones que pasa por elegir el
escabroso camino del erotismo, sin más certidumbre que la carne al desnudo o,
la variante del arte, aquella que bajo la fascinación estética podamos elaborar
un discurso con intensiones simbólicas. Nótese que el desnudo artístico y la pornografía
arrancan de un mismo elemento, trabajan con la misma prima materia carnal
dispuesta ante el ojo avizor del fotógrafo. ¿Dónde entonces está la diferencia
entre la intención del voyerista y del artista, o son instancias de una misma
unidad de sentido?
Ya sabemos, sea dicho de paso, que erotismo
difiere de pornografía por su lectura, es decir, el primero tiene una historia
que contar y que leer, mientras que la pornografía es desnudez ipso facto, inmediata, sin preámbulos pretéritos y sin proyección
futura, según la acertada apuntación de Abdón Ubidia. Una foto pornográfica no
cuenta nada, no tiene historia, su razón de ser es mostrar; un desnudo artístico
-más cerca de lo erótico- está hecho con la intención de un discurso simbolizante,
plástico, su razón de ser es la fruición, pero estética.
Pero hablando con sinceridad: no es posible
que lo uno camine, definitivamente, separado de lo otro. Es hipócrita decir que
el arte erótico es aceptable por ético y que la pornografía es condenable por inmoral.
Nada más alejado de la realidad, porque el erotismo artístico no tiene porqué
se moralizante y el erotismo pornográfico que muestra la evidencia de un cuerpo
desnudo, subyace también en toda obra de desnudo artístico.
¿Dónde termina
la mirada del voyeur y comienza la del artista, o viceversa? La respuesta la encontramos en la palabra y obra
de la ilustradora chilena Daniela Gugliemetti, creadora del colectivo Dibujo a domicilio. Daniela, reflexionado
sobre la creación plástica, echa luces destellantes sobre el trabajo de los
retratistas, -o fotógrafos- del desnudo. En conversación con Anne Cé, del
colectivo BlogEros, la artista sureña
cavila en torno a la relación que se establece entre el retratista, el fotógrafo
y las o los modelos, al momento de una sesión de desnudos.
Una afirmación suscitadora
inicia los fuegos sobre cómo se comporta el ojo sobre la carne: El artista no sólo posee, también se deja
tomar por la contemplación. El arte transforma la seducción del modelo y la
mirada atrevida del artista en una expresión que condensa la dualidad.
Se desea cuando
se mira, a través del visor que nos separa de la modelo; es como poner un
tabique que le quita respiración a las presencias del fotógrafo y la modelo.
Esta afirmación es compartida por un mayoritario colectivo de fotógrafos con
quiénes he conversado del tema, ya en la intimidad de un café o de un trago. Y
es un ejercicio de sinceridad necesario para entender desde dónde arranca el
arte y dónde empieza el erotismo, sin más ni más.
Gugliemetti
anota que "la idea de ser expuestos pasivamente a la mirada atenta del
pintor o mostrarnos rendidos y sin pudor ante él tiene un no-se-qué que
emociona y un toque de erotismo. La vista, sin duda, acerca al tacto.
Tímidamente, tememos que aflore nuestro morbo y que se nos descubra disfrutando
de la condición de voyeur o de la de exhibicionista, pero nos sentimos
aliviados de que todo ocurra en un terreno donde el arte es lo primero y donde
hay permiso para que esta tímida fantasía tenga lugar. La belleza nos ha
tocado". Esta afirmación puesta a consideración de mis amigas y amigos fotógrafos
es una confesión de guerra que nadie desmiente para nada.
Todos, además, concuerdan
en que la intimidad creada en el estudio, o locación, entre el fotógrafo y la
modelo, es capaz de crear y transmitir complicidad, precisamente, por “haber
estado en un lugar al que sólo tienen acceso los más íntimos”. Esto nos recuerda
el pánico de Marilyn Monroe a la cámara, bajo la mirada de todo el staff en el set,
mientras su cuerpo desnudo se contorneaba bajo la luz obscena de la escena que
ella asumía bajo el efecto de tranquilizantes. Allí no había intimidad posible.
Una modelo me dijo una vez: me desnudas con la mirada y le respondí al contrario quiero vestir tu desnudez de
historia, para lo demás hay tiempo. Preguntó ¿Te alcanza con mirar/me? Guarde silencio
y en mi fuero interno respondí: tal vez. Esta
anécdota ilustra lo que siempre he sospechado: En la sesión
fotográfica, bien planificada, es dable que se cree un clima propicio para lo
que Daniela llama “tomarse sus licencias”, es decir ese instante que “como voyeurs,
los dibujantes acarician cuerpos con la mirada inquieta y es de los lápices el
privilegio del contacto”. Ese mismo privilegio se produce con el fotógrafo frente
a la modelo, “una extraña intimidad
compartida” que, si todo avanza bien, queda en cada una de las fotografías. Y
la conclusión de Daniela es contundente: esta
experiencia reservada a artistas convierte en verdaderos voyeurs también a los amantes
del arte erótico.
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