GRANDES TEMAS - GRANDES HISTORIAS

E c u a d o r - S u d a m é r i c a

domingo, 22 de febrero de 2015

LAS CINCUENTA BRAGAS DE BERTA


Fotografía Flickr
Por Aitor Arjol 

La primera. ¡Ay la primera! De nylon. Tan blanca como una china sin tomar el sol. Colgada y puesta a secar. Todavía con aquella mancha que eran los resabios del amor. Una alba picardía cuyo paraíso la distinguía el viento. En la azotea. En la polvorienta mugre del centro histórico. La única claridad que venía de mi sexo oscuro. Y allí se quedó. La costumbre de olvidar que nunca se me fue. Ni por duelo ni por ser distraída. Es que aquel en cuyas narices dejé mi primera braga era de lo más fetichista. Un negro como una cueva de grande. Venga para acá, mi Berta, mi caliente Portuondo. Qué gracia le hacía mi apellido. Tanta gracia que aquel negro, como si bajara del Olimpo, y con su sonsonete, me dijo que Portuondo, por tu hondo vientre se irá de visita mi boca. Y tanto que se fue. Sobre un sol regalado con tanto peine. Y ahí se quedó. La braga que más ganó el norte.

No como la segunda. Menuda suerte la segunda. Bordada con la aguja de mi abuela. Un suculento azul de olas a lo largo del trecho para tan largos muslos. La tuve que dejar despacio. No sé por qué. Tal vez me escocía la suerte. O tuve que salir temprano sin pedir un taxi. Porque aquel rumano roncaba. Parecía una guerra abierta por el ruido de tanto cerro. Un hospital de gritos. Sé que había bebido. Unas cuantas cervezas sin esquina a las que rompimos la etiqueta. Y entonces es cuando me dijo, no tan sonriente como aquel negro pero sí tan serio como un catedrático de filosofía, que si desprendía la etiqueta es porque tenía problemas con mi sexo, o con el de él, así que para comprobarlo necesitamos un par de horas después de haber roto el protocolo nocturno de aquel garito. Dos horas para gritar. Para determinar al contado el perímetro de tanto exceso. Dos kilómetros de amor en línea recta. Pero cuando se quedó dormido. Qué estrépito. Me quité su pierna de en medio y, con cuidado y sin mucha solera, traté de vestirme pero no encontré mis bragas bordadas que, según los fantasmas, echaría a volar por la ventana, hasta el patio, aquel espacio rendido por la mirada de una abuela en el segundo y una mala suegra en el tercero y un par de trasnochadores enfrente.

Y después la tercera. De un rojo decente. A prueba de pasiones pero el terror de los becerros. De estas anchas, y bien cacheteras, que si las viera un toro de lidia con ese par de cuernos tan impenitentes y eso que les cuelga detrás del rabo sin malos tratos porque yo también tengo sentido del humor y en cualquier rato se me entregan las ganas de tener la mente tan sucia como la pastilla de jabón de un delincuente de la limpieza. Pobres bragas para tan rico toro. Porque las dejé colgando de un cuerno derecho en aquel cortijo. Porque me apetecía. Porque quería demostrarle al del traje de luces que para cuernos mis bragas rojas. Toma toreo. Me embistió de frente. Sin esperar. Después de una tarde loca tras el ruedo. Pues en la feria fue la que más aplaudí. Y le había vertido mi sombrero gris y mis labios prietos. Esos labios que gritan cuando gusto de aquel estoque con el que pasaba revista a tanta faena. Olé por aquí. Olé por allá. Y después le pedí un autógrafo con ánimo. Y Berta véngase conmigo. Como una mariposa. No me sea arrabal de pueblo. Y me tomó. En pleno viaje a la campiña. Lejos de las encinas. En aquella casa con olor a oro y grana. Con tanta escalera. Con el pozo exclusivo. Un agujero profundo hacia la primera línea de agua en la que alcanzaba un velorio de sed.

Y así prosiguió mi costumbre. Una letanía de bragas. Una sombra de ropa íntima. A veces por descuido. Otras por simple trance. Unas mordidas. La sexta completamente desbaratada. La undécima arrancada de cuajo. La duodécima entre los dientes de su presa. Y yo sin cardenales ni obispos ni tacones divinos y sin medias blancas hasta la duodécima, que me llegó hasta el culo con sus lágrimas. Así me rogó. En el malecón. En la orilla donde algunos pescadores arriendan la suerte a los camarones. Medio sordomudo. De tez curtida por las redes. Un tragaluz de cadencias. Cierto día, a las ocho de la mañana, con veinte minutos de retraso por parte del de la braga anterior, por eso de las plañideras, me fijé en él, mientras me pintaba las uñas sentada en el banco más próximo. Hastiada porque el otro llegara tarde. Después me diría. Es que se me pinchó la llanta del malévolo carro. Miré hacia otro lado. Al que descargaba la caja de media docena de corvinas cuya piel estaba rasgada por el hielo. De músculos anchos afanados por aquel sombrero amarillo. Una caricatura de fieltro gastado por el mal viento de la costa.  Y el también clavó sus ojos en mí. Y dejó la caja en el suelo. Y el destino sopesó su violencia. Me columpió sobre la barca. Y los remos se rompieron en un espejismo. Y abrí las piernas como si recibiera un puñal con olor a pescado. Y los cangrejos soñaron que aquellos gemidos eran la sangre que por mis venas resucitaba bien acompañada por tanto golpe de cadera. Y la braga a dentelladas. Dios mío. Tanto alarido. Se le quedó trabada entre dos duras muelas después de tanto exceso. Algo parecido a lo que le sucediera a la trigésimo segunda. De par en par. Con otras tres que le antecedieran. Una en el pomo de una puerta. La otra dentro del congelador. Y luego otra de la que nunca hubiera sabido, porque me robaron el bolso camino del centro, entre las apreturas del autobús que no era precisamente de lujo, sino una cama mal puesta con cuatro ruedas en no sé qué parte de tu grueso firmamento.

Pero la trigésimo segunda fue uno de los mayores triunfos. Con un payaso de circo que en sus ratos era cocinero. Pues instalaron la carpa no sé qué acerados machos de torso desnudo, junto al parque de cierto arbolito, todos ellos con la piel morena, a los que no les faltarán besos salvo un par de ellos que iban en busca de guata de su mismo género. Y yo que acostumbraba a trotar por allá, antes de entrar a un frío despacho donde el jefe no era más que un pobre desgraciado con su familia en Estados Unidos y aún se atrevía a flirtear hasta con la rata que salía de su agujero en busca de algún trozo de queso sin vástago. Y ahí estaba él. Limpio de escoria. Íntegro. De una pieza. Esfumándose en la gracia de su tenue sonrisa. Al aire libre. Sentado en un escritorio de plástico al que habían dotado de un espejo poco más que provisional. Vacilándose frente al espejo. Que feo eres. Más feo que el pecaminoso mudo que aligera las horas locas de la farándula en los cumpleaños que concluyen con una orgía de lo más caliente. Pero mejor feo y honrado que con holgura en la entrepierna. Y le escuché decir esto. Cómo eso que no te vale la holgura. Y me la mostró. Vaya que si me la mostró. Y no me quejé nunca de malos tratos, sino que ahí le dimos y, en prueba de ello, le obsequié con esa braga, negra y rugosa como el grano más bello de la naturaleza, que él, como no tuvo otro sitio donde esconderla, la metió en la paila, recién limpia, donde acostumbraba a hacerse unos patacones antes de cortarse las orejas y después de tener más hambre que una marmita de sedientos armadillos.

Y así fui sumando las bragas. Unas en plan caliente. Alguna que otra, producto de la casualidad. La de la semana pasada, en la lavandería, puesto que no la limpiaron bien, y mira que les insistí. Que era una mancha de chocolate. Cosas de la fantasía. Mire usted. No tengo culpa de que me repasen una manada de lenguas. Hasta que pasé por la Librería Española. Y por otra que coleccionaba miserias sobre la felicidad y el éxito. Y otra donde un montón de nuevos autores se esforzaban en atraernos con el morbo de soeces y groserías. Que si el semental del pantano. Que si los besos de la araña en el ombligo de tu belleza. Que si el rabo que te azota como el látigo de un negocio. Que si la sed de los pezones. Tontos escritores que se piensan que escribir es como coser el botón de mi blusa. Y llegué a un libro. Uno que tenía cierto número. Y alguna sombra. Y algo así como un centenar de mujeres de toda edad y circunstancia, con la boca sedienta, con ganas de abrir sus páginas, con la piel húmeda producto no sé si de la espera o de lo inútil de la adicción madura. Unas que si los hombres son un funeral. Las otras que no les necesitamos. La rubia que me basta con plata. La chiquita que le dije que no a un banderillero. La más morena que iban a hacer una noche de chicas para hablar de los miembros de sus maridos. Pero todas ahí, aprendiendo a malvivir de un triste cuento al que llamaban literatura. Y yo, que ni corta ni perezosa, le dije al dependiente. Véngase para acá. Deme la dirección del baño. Y él me indicó. Y yo le tomé de la corbata como si fuera la soga de un preso. Y le metí dentro. Bien guapo. Todo mi prisionero. Si capacidad de fuga. Y le di tan duro que gritó como si yo fuera su musa. Como si en vez de lástima le diera bombilla para sus luces. Y le dejé blanco. Tendido sobre el lavabo. El perfecto retrato de un amante exhausto. Y me recompuse. Solo la falda. Luego las medias. A continuación los zapatos de medio tacón. Me acomodé el cabello lo mejor que pude. Me fundí en una sonrisa. Salí como si nada. Pero antes. Llevaba mi braga. La intimidad que llegaba al medio siglo de experiencias sexuales sin desperdicio. La braga número cincuenta. Con etiqueta sin marca conocida. Una nube de bocados. Verde como la selva. Con una gatita jugando con una pelota de nieve en uno de los costados. Y así como traspasé aquella larga cola de mujeres sin clave. Encima del mayor grueso en la pila de aquellos libros con el mismo título que ellas estaban esperando con el ansia que desean lo que yo me callo. Alcé el brazo. Tiré mi braga. La braga más literaria. Ahí tienen. La braga de Berta. La del número cincuenta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario