Fotografía Flickr
Por Aitor
Arjol
La primera. ¡Ay la
primera! De nylon. Tan blanca como una china sin tomar el sol. Colgada y puesta
a secar. Todavía con aquella mancha que eran los resabios del amor. Una alba
picardía cuyo paraíso la distinguía el viento. En la azotea. En la polvorienta
mugre del centro histórico. La única claridad que venía de mi sexo oscuro. Y
allí se quedó. La costumbre de olvidar que nunca se me fue. Ni por duelo ni por
ser distraída. Es que aquel en cuyas narices dejé mi primera braga era de lo
más fetichista. Un negro como una cueva de grande. Venga para acá, mi Berta, mi
caliente Portuondo. Qué gracia le hacía mi apellido. Tanta gracia que aquel
negro, como si bajara del Olimpo, y con su sonsonete, me dijo que Portuondo,
por tu hondo vientre se irá de visita mi boca. Y tanto que se fue. Sobre un sol
regalado con tanto peine. Y ahí se quedó. La braga que más ganó el norte.
No como la segunda.
Menuda suerte la segunda. Bordada con la aguja de mi abuela. Un suculento azul
de olas a lo largo del trecho para tan largos muslos. La tuve que dejar
despacio. No sé por qué. Tal vez me escocía la suerte. O tuve que salir
temprano sin pedir un taxi. Porque aquel rumano roncaba. Parecía una guerra
abierta por el ruido de tanto cerro. Un hospital de gritos. Sé que había
bebido. Unas cuantas cervezas sin esquina a las que rompimos la etiqueta. Y
entonces es cuando me dijo, no tan sonriente como aquel negro pero sí tan serio
como un catedrático de filosofía, que si desprendía la etiqueta es porque tenía
problemas con mi sexo, o con el de él, así que para comprobarlo necesitamos un
par de horas después de haber roto el protocolo nocturno de aquel garito. Dos
horas para gritar. Para determinar al contado el perímetro de tanto exceso. Dos
kilómetros de amor en línea recta. Pero cuando se quedó dormido. Qué estrépito.
Me quité su pierna de en medio y, con cuidado y sin mucha solera, traté de
vestirme pero no encontré mis bragas bordadas que, según los fantasmas, echaría
a volar por la ventana, hasta el patio, aquel espacio rendido por la mirada de
una abuela en el segundo y una mala suegra en el tercero y un par de
trasnochadores enfrente.
Y después la
tercera. De un rojo decente. A prueba de pasiones pero el terror de los
becerros. De estas anchas, y bien cacheteras, que si las viera un toro de lidia
con ese par de cuernos tan impenitentes y eso que les cuelga detrás del rabo
sin malos tratos porque yo también tengo sentido del humor y en cualquier rato se
me entregan las ganas de tener la mente tan sucia como la pastilla de jabón de
un delincuente de la limpieza. Pobres bragas para tan rico toro. Porque las
dejé colgando de un cuerno derecho en aquel cortijo. Porque me apetecía. Porque
quería demostrarle al del traje de luces que para cuernos mis bragas rojas.
Toma toreo. Me embistió de frente. Sin esperar. Después de una tarde loca tras
el ruedo. Pues en la feria fue la que más aplaudí. Y le había vertido mi
sombrero gris y mis labios prietos. Esos labios que gritan cuando gusto de
aquel estoque con el que pasaba revista a tanta faena. Olé por aquí. Olé por
allá. Y después le pedí un autógrafo con ánimo. Y Berta véngase conmigo. Como
una mariposa. No me sea arrabal de pueblo. Y me tomó. En pleno viaje a la
campiña. Lejos de las encinas. En aquella casa con olor a oro y grana. Con
tanta escalera. Con el pozo exclusivo. Un agujero profundo hacia la primera
línea de agua en la que alcanzaba un velorio de sed.
Y así prosiguió mi
costumbre. Una letanía de bragas. Una sombra de ropa íntima. A veces por
descuido. Otras por simple trance. Unas mordidas. La sexta completamente
desbaratada. La undécima arrancada de cuajo. La duodécima entre los dientes de
su presa. Y yo sin cardenales ni obispos ni tacones divinos y sin medias
blancas hasta la duodécima, que me llegó hasta el culo con sus lágrimas. Así me
rogó. En el malecón. En la orilla donde algunos pescadores arriendan la suerte
a los camarones. Medio sordomudo. De tez curtida por las redes. Un tragaluz de
cadencias. Cierto día, a las ocho de la mañana, con veinte minutos de retraso
por parte del de la braga anterior, por eso de las plañideras, me fijé en él,
mientras me pintaba las uñas sentada en el banco más próximo. Hastiada porque
el otro llegara tarde. Después me diría. Es que se me pinchó la llanta del
malévolo carro. Miré hacia otro lado. Al que descargaba la caja de media docena
de corvinas cuya piel estaba rasgada por el hielo. De músculos anchos afanados
por aquel sombrero amarillo. Una caricatura de fieltro gastado por el mal
viento de la costa. Y el también clavó
sus ojos en mí. Y dejó la caja en el suelo. Y el destino sopesó su violencia.
Me columpió sobre la barca. Y los remos se rompieron en un espejismo. Y abrí
las piernas como si recibiera un puñal con olor a pescado. Y los cangrejos
soñaron que aquellos gemidos eran la sangre que por mis venas resucitaba bien
acompañada por tanto golpe de cadera. Y la braga a dentelladas. Dios mío. Tanto
alarido. Se le quedó trabada entre dos duras muelas después de tanto exceso.
Algo parecido a lo que le sucediera a la trigésimo segunda. De par en par. Con
otras tres que le antecedieran. Una en el pomo de una puerta. La otra dentro
del congelador. Y luego otra de la que nunca hubiera sabido, porque me robaron
el bolso camino del centro, entre las apreturas del autobús que no era
precisamente de lujo, sino una cama mal puesta con cuatro ruedas en no sé qué
parte de tu grueso firmamento.
Pero la trigésimo
segunda fue uno de los mayores triunfos. Con un payaso de circo que en sus
ratos era cocinero. Pues instalaron la carpa no sé qué acerados machos de torso
desnudo, junto al parque de cierto arbolito, todos ellos con la piel morena, a
los que no les faltarán besos salvo un par de ellos que iban en busca de guata
de su mismo género. Y yo que acostumbraba a trotar por allá, antes de entrar a
un frío despacho donde el jefe no era más que un pobre desgraciado con su
familia en Estados Unidos y aún se atrevía a flirtear hasta con la rata que
salía de su agujero en busca de algún trozo de queso sin vástago. Y ahí estaba
él. Limpio de escoria. Íntegro. De una pieza. Esfumándose en la gracia de su
tenue sonrisa. Al aire libre. Sentado en un escritorio de plástico al que
habían dotado de un espejo poco más que provisional. Vacilándose frente al
espejo. Que feo eres. Más feo que el pecaminoso mudo que aligera las horas
locas de la farándula en los cumpleaños que concluyen con una orgía de lo más
caliente. Pero mejor feo y honrado que con holgura en la entrepierna. Y le
escuché decir esto. Cómo eso que no te vale la holgura. Y me la mostró. Vaya
que si me la mostró. Y no me quejé nunca de malos tratos, sino que ahí le dimos
y, en prueba de ello, le obsequié con esa braga, negra y rugosa como el grano
más bello de la naturaleza, que él, como no tuvo otro sitio donde esconderla,
la metió en la paila, recién limpia, donde acostumbraba a hacerse unos
patacones antes de cortarse las orejas y después de tener más hambre que una
marmita de sedientos armadillos.
Y así fui sumando
las bragas. Unas en plan caliente. Alguna que otra, producto de la casualidad.
La de la semana pasada, en la lavandería, puesto que no la limpiaron bien, y
mira que les insistí. Que era una mancha de chocolate. Cosas de la fantasía.
Mire usted. No tengo culpa de que me repasen una manada de lenguas. Hasta que
pasé por la Librería Española. Y por otra que coleccionaba miserias sobre la
felicidad y el éxito. Y otra donde un montón de nuevos autores se esforzaban en
atraernos con el morbo de soeces y groserías. Que si el semental del pantano.
Que si los besos de la araña en el ombligo de tu belleza. Que si el rabo que te
azota como el látigo de un negocio. Que si la sed de los pezones. Tontos
escritores que se piensan que escribir es como coser el botón de mi blusa. Y llegué
a un libro. Uno que tenía cierto número. Y alguna sombra. Y algo así como un
centenar de mujeres de toda edad y circunstancia, con la boca sedienta, con
ganas de abrir sus páginas, con la piel húmeda producto no sé si de la espera o
de lo inútil de la adicción madura. Unas que si los hombres son un funeral. Las
otras que no les necesitamos. La rubia que me basta con plata. La chiquita que
le dije que no a un banderillero. La más morena que iban a hacer una noche de
chicas para hablar de los miembros de sus maridos. Pero todas ahí, aprendiendo
a malvivir de un triste cuento al que llamaban literatura. Y yo, que ni corta
ni perezosa, le dije al dependiente. Véngase para acá. Deme la dirección del
baño. Y él me indicó. Y yo le tomé de la corbata como si fuera la soga de un
preso. Y le metí dentro. Bien guapo. Todo mi prisionero. Si capacidad de fuga.
Y le di tan duro que gritó como si yo fuera su musa. Como si en vez de lástima
le diera bombilla para sus luces. Y le dejé blanco. Tendido sobre el lavabo. El
perfecto retrato de un amante exhausto. Y me recompuse. Solo la falda. Luego
las medias. A continuación los zapatos de medio tacón. Me acomodé el cabello lo
mejor que pude. Me fundí en una sonrisa. Salí como si nada. Pero antes. Llevaba
mi braga. La intimidad que llegaba al medio siglo de experiencias sexuales sin
desperdicio. La braga número cincuenta. Con etiqueta sin marca conocida. Una
nube de bocados. Verde como la selva. Con una gatita jugando con una pelota de
nieve en uno de los costados. Y así como traspasé aquella larga cola de mujeres
sin clave. Encima del mayor grueso en la pila de aquellos libros con el mismo
título que ellas estaban esperando con el ansia que desean lo que yo me callo.
Alcé el brazo. Tiré mi braga. La braga más literaria. Ahí tienen. La braga de
Berta. La del número cincuenta.
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