Por Leonardo Parrini
Cuando Perseo se valió del escudo pulido que le entregó Atenea, diosa de
la justicia, la sabiduría y la cultura,
-quien guió al joven para decapitar a la Medusa Gorgona-, se estableció el
paradigma de aquello que la cultura significa para la humanidad: la cultura es
la luz del mundo, su guía y derrotero. Desde los míticos tiempos de Perseo, parecen
coincidir los hombres en que la cultura da sentido a la vida de los pueblos y,
a su vez, es expresión de esa vitalidad popular.
Cuando leímos la misiva que nuestro buen amigo Raúl Pérez Torres,
Presidente de la Casa de la Cultura Ecuatoriana remite al Primer Mandatario
Rafael Correa, nos preguntamos, si además de la elegancia de estilo habría
otros aspectos inéditos en torno a la mirada que el Estado y los intelectuales dan
a la cultura o las culturas del país.
Inmediatamente recordé una idea que me venía dando vuelta en la cabeza:
no hay cultura oficial sin remordimiento intelectual. Y entonces comprendí las
distancias que pueden existir entre una cultura suscitadora, agitacional de valores
humanos y una política cultural constreñida a los espacios ministeriales de
asignar fondos, tramitar proyectos y premiar visiones culturales funcionales al
poder.
En palabras más graves, la relación de poder y cultura fue brutalmente
expresada por un funcionario nazi que dijo que cuando oía la palabra cultura,
se llevaba la mano al cinto. La carta de Pérez a Correa, ventajosamente,
estando muy distante de esa relación tortuosa entre el Estado y la cultura, no
deja de inquietar por sus contenidos implícitos. ¿Cuáles? Reclamar, en tono
elegantísimo por lo demás, el abandonó reiterado al que el Estado ha sometido a la cultura
como actividad esencial del país. Y en la actualidad, poner en evidencia la responsabilidad
institucional en torno al quehacer del Ministerio de Cultura frente a los
gestores culturales.
Pérez escribe: “habló sobre
el caos generado en el tema cultural, cosa que es cierta y que en parte
puede deberse a los diversos criterios de cinco ministros que han pasado por
esa cartera y por la supresión del Ministerio de Patrimonio Cultural”. Un caos
que, al parecer, en la actualidad persiste por “la incomprensión del nuevo rol
que podría tomar la Casa de la Cultura con todos sus Núcleos en este momento
histórico político tan importante, (que) se reducía, según el Ministro Paco
Velasco, a que ésta pase a convertirse en una secretaría de ese Ministerio,
que, como usted sabe, señor Presidente, en cinco años ha tenido cinco ministros, cerca
de mil empleados, y una gestión que habría que evaluarla”.
En otro acápite de la misiva
Pérez señala: “Nuestro afán, señor Presidente, desde el primer día en que
llegamos en agosto del año anterior, ha sido el de democratizar la Casa, abrir
nuevas convocatorias, enriquecerla con los contenidos programáticos e
ideológicos que usted ha propuesto, promover y difundir el pensamiento de todas
las culturas de nuestra Patria”. Y luego se desliza por argumentos más
prosaicos referidos al tema presupuestario: “En relación al presupuesto a usted
le han informado que casi el 50% se lleva la Matriz. Permítame informarle que
el presupuesto total, para los 23 Núcleos y la Matriz, no llega a 17 millones,
de los cuales 8 millones recibe la Matriz que entrega de ello un millón y medio
para el Ballet Ecuatoriano de Cámara, de Rubén Guarderas, 350 mil al Grupo de
Danza Jacchigua (por orden del Ministerio de Finanzas) y con el resto paga
gastos corrientes, agua, luz, teléfonos, etc., salarios y pequeños proyectos de
auspicio”.
La vertiente verdadera
Cuando Benjamín Carrión, ese
iluminado ecuatoriano, creo la Casa de la Cultura lo hizo soñando en convertir
al país en una potencia cultural, ante la imposibilidad de ser una potencia
política o económica en los aciagos años de la invasión peruana del cuarenta y
uno. Ese solo hecho le dio luz propia a la CCE en su quehacer animador de las
manifestaciones libertarias, contestatarias y solidarias del pueblo ecuatoriano
en contrapunto con el poder.
Entones recién se entiende que
hoy resulte poco menos que imposible hacer compatible esa visión insurreccional
de la cultura, con los afanes de un Estado que pretende ser catalizador de los
ímpetus populares. Sabido es que todo gesto oficial resulta sospechoso ante la
cultura que busca cuestionar, suscitar, construir y no conservar, aplacar o
sofocar.
La cultura es un ejercicio de derechos
colectivos como expresión democrática y plural de la identidad de un pueblo. No
se entiende de otro modo la creación artística, literaria, musical o teatral, por
mencionar algunas, sino como la vertiente desburocratizada del pensamiento y sentimiento
creativos de un pueblo que le permita “reflexionar
críticamente sobre todo lo que sucede en Nuestra América y el mundo, desde un
ambiente de libertad”. En este sentido Correa tiene razón cuando dice que "no
se puede escribir una novela o pintar un cuadro por decreto".
Si en algo extravió su mirada
el Estado frente a la actividad cultural es, precisamente, en no concebir a la
cultura como una luz irradiadora de sentido. No debió el Estado quedarse a
medio camino de comprender el rol de los gestores culturales y entrabarse en un
paternalismo étnico candoroso, muchas
veces indigenista o afrodescendiente, para sopesar y finalmente apoyar los proyectos culturales
con fondos estatales. Menos aún debe pretender adscribir la gestión de instituciones culturales, como la CCE, bajo su
égida si su gestión responde a gestiones políticas coyunturales.
La invocación de Pérez, en tal sentido, llega a ser conmovedora: “Ojalá
en algún momento, compañero Presidente, pueda ampliar frente a usted nuestro
criterio sobre la Cultura y sobre la Casa de la Cultura, a fin de cuidar y
apoyar su sacrificada gestión por la Patria, desde la vertiente más profunda y
verdadera”.
Qué bien haría el Ministerio y
sus personeros en escuchar a los gestores culturales por el sentido que éstos
insuflan a su quehacer estético y ético, como creadores de nuevas expresiones y
representaciones de la vida del país. Si la carta de Pérez a Correa inaugura un
nuevo camino de comprensión entre el poder y la cultura, no habrá sido escrita
en vano.
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