Por Leonardo Parrini
Siempre esta
estrofa del himno nacional chileno me pareció excesiva: la copia feliz del Edén. Desbordante de ese sentimiento
de superioridad que insufla a los chilenos a compararse desde arriba con los demás países del continente. La humildad no ha
sido, precisamente, característica de los hermanos del sur, sino su sentido desproporcionado
de mirarse a sí mismos superlativos, acaso como herencia del pensamiento europeo
que tanto arraigo tiene desde siempre en la sociedad chilena. Un sustrato de
inamovilidad política, de privilegios económicos y de conservadurismo social, caracteriza
a esa sociedad en la que el himno nacional se descuajaringa en adjetivos, tales
como el campo de flores bordados o la copia
feliz del Edén, metáforas que camuflan una realidad adversa y diversa que,
cada cierto tiempo, emerge en el país como el magma de sus volcanes.
Los ecos de las elecciones
chilenas del domingo anterior confirman nuestra hipótesis de que Chile es un país
aspiracional que siempre reclama cambios, pero que no los consolida. Chile es un país que suele
dar señales de utopías transformacionales que, sin embargo, al momento
de remover las estructuras sociales entra en crisis de gobernanza y desdice lo
andado. Así ocurrió en 1973 cuando un sangriento golpe militar encabezado por
Pinochet, oscuro militar sin abolengo ni apellido, puso freno violento al proceso
de cambios revolucionarios que había emprendió Chile bajo el liderazgo del médico
Salvador Allende. Se ponía, una vez más en evidencia la incapacidad del país sureño
de superar una estructura social y política que se estremece, pero que a la hora de la verdad no se
derrumba tan fácilmente.
En los años
fundacionales de la República liberal, en 1895, el gobierno transformador y
laico de José Manuel Balmaceda, terminó en tragedia con el suicidio del Primer
mandatario, ante el acorralamiento del Congreso conservador. Años después, en 1938, el movimiento
obrero llevó al poder a Pedro Aguirre Cerda, bajo el impulso del Frente
Popular, pero la respuesta reaccionaria terminó en un baño de sangre en manos
del dictador Gabriel González Videla que puso fin a la democracia y a la libertad
en campos de concentración, persiguió a sus opositores y mandó al exilio a
Pablo Neruda.
Este rasgo de la
sociedad chilena, politizada cual más, ideologizada como ningún otro país sudamericano, revive un constante pujo que no termina en el nacimiento de una nueva
sociedad. El parto social no engendra una vida distinta por más que pujen los sectores llamados a protagonizar los cambios, siempre
urgentes, en el país más excluyente del planeta. La chilena se ha evidenciado como
una sociedad conservadora, que engendra en sus entrañas brotes de cambios que aborta para mal, en medio de crisis de enormes
proporciones y costo social.
El domingo
anterior Chile volvió a emitir señales de urgente necesidad de transformación
de sus estructuras, maniatadas a una Constitución hecha por la
dictadura de Pinochet y a un sistema económico engañoso que emite falsas señales
de progreso y bienestar social para todos los chilenos. Bástenos señalar la
insultante concentración de poder económico en manos de grupos monopólicos que
imperan en el país; mientras que millones de jóvenes estudiantes, secundarios y
universitarios, se han pasado los últimos diez años luchando por lograr acceso
a una educación gratuita y de calidad.
Se escuchan nuevamente
voces de cambio en el país de Gabriela Mistral y es la propia derecha la que decide
dar un nuevo maquillaje a sus conservadoras posturas para enfrentar a las
tendencias de izquierda llamadas, naturalmente, a impulsar esos cambios. No obstante, los
chilenos no olvidan que no ocurrió un vuelco profundo con el retorno a la democracia
en 1990. Las fuerzas de izquierda marxistas y socialdemócratas gobernaron 20
años hasta perder el poder frente a Sebastián Piñera y dejaron una deuda política
y social de cambio inconcluso que les costó el gobierno.
Hoy el país de Víctor
Jara se enfrenta a la disyuntiva entre
la derecha tradicional, representada por Evelyn Matthei, y la izquierda también
tradicional, liderada por Michelle Bachelet. Ambas depositarias de la tradición
de dejar el país intacto, con muchos pujos y pocos alumbramientos de un nuevo orden,
que los chilenos reclaman a los cuatro vientos. Corren vientos de cambio en el país
de la dulce patria, como exalta su himno
nacional, pero que carga una amarga historia en sus
espaldas. Es de esperar que esta vez
esos cambios acerquen la realidad al idílico tono del himno patrio, y que Chile,
el país más desigual del mundo, por lo menos intente emular la copia feliz del Edén.
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