Por Leonardo Parrini
Que los extremos se tocan, es una verdad que manejaba mi madre con mucha
convicción. Igualmente compartía la idea que quien pregona, lo hace alardeando
de aquello que adolece. Parafraseando a mi madre, diré que quien predica cojea del
lado que moraliza. En política estas luminosas verdades de mi madre se expresan
en una figura intolerante en la campaña presidencial ecuatoriana: la retórica
moralista como argumento político. No deja de ser curioso que en un país con
una Constitución archidemocrática, un individuo pretenda ser elegido Presidente
de la República con argumentos que contradicen, diametralmente opuestos, a las
tesis sociales incluyentes y garantistas de dicha carta constitucional.
Pero, como mi madre tenía razón, quien predica a los cuatro vientos su
condición, oculta bajo la manga aquello que no es, puesto que, aquel que tiene
conciencia de sus valores no necesita pregonarlos a destajo. Pero en política
no hay lógica; tanto así, que la demagogia pone en boca del más recatado expresiones como las que estos días oímos en boca de un candidato predicador
evangélico que denosta a sus semejantes en nombre de Dios, con el más
recalcitrante absolutismo ideológico, en tiempos en que la diversidad de
opinión es cada día más valorada en el Ecuador democrático de hoy.
Escuchar por una emisora de radio, a estas alturas de la vida, en boca
de un candidato que los homosexuales son el fruto de un acto sodomita de sus
padres causa, por decir lo menos, estupor. Puesto que en Ecuador corren vientos
de inclusión y de respeto a las más diversas opiniones, acciones y omisiones de
cada ciudadano y ciudadana, sorprende que la intolerancia sea promesa de
campaña electoral y práctica de quien, desde un inaceptable fundamentalismo,
pretende dirigir los destinos del país. Más allá de que las encuestas no
reflejen ninguna posibilidad para que el susodicho candidato sea elegido
Presidente, sus expresiones invitan a reflexionar sobre el carácter extremista
de estas perlas: “Que si en Europa este tipo de relaciones (homosexuales) están
permitidas, pues que se vayan todos para allá, recomendó. Y algo no menos
indignante que lo anterior: que sus recursos económicos provienen de la
creación de siete iglesias. Y que fue el mismísimo Dios quien le pidió que sea
candidato y salve a los ecuatorianos”
Intolerancia neofascista
La historia de la humanidad registra, no pocas ocasiones, versiones del
discurso nazi fascista. Entre los argumentos
manidos de los dictadores está la alusión demagógica a ciertos talantes humanos
como el sentido obsesivo del deber, la homofobia, el furibundo desprecio por
las razas de color o la misoginia extrema. No es casual constatar, entonces,
que las dictaduras son intransigentes con la diversidad. Los dictadores son
moralistas. Los dictadores maniqueistas dividen
al mundo entre el bien y el mal, como expresión de una sospechosa
moralina cuartelera.
Los dictadores, Adolfo Hitler y Augusto Pinochet las emprendieron contra
los homosexuales en una forma de autoafirmación de género machista que refleja
la génesis violenta del comportamiento
político y social de sus dictaduras. El
primero los exterminó junto a los judíos, y el segundo los echó al mar desde un
barco-mazmorra. Todo moralista es violentamente fundamentalista y todo fundamentalismo
es irrespetuoso de los derechos y matices humanos.
Andar aferrado a sus dioses, es otro acto de absolutismo ideológico de
quienes adolecen de aquello que predican. Algo así, como decía mi madre, el
diablo vendiendo cruces. Siempre con la fatua misión de pastorear ovejas
descarriadas, estos fanáticos dan en la cabeza con la biblia a todo el mundo,
sin mirar la paja en el ojo propio. Las fobias son una característica de los
dictadores. Fobias contra esto y aquello, contra el negro, el amarillo y el
gay. Fobia, como rechazo neurótico de aquello que no alcanzan a comprender.
Hablar en nombre de Dios y negar, en la práctica, el principio de universalidad,
es un clamoroso contrasentido. Pretender salvar a la humanidad despreciando al
hombre, es obra de esquizofrénicos. No hay peligro mayor que cuando se mezclan,
en una amalgama de intolerancia, fanatismo religioso, intransigencia política y
fuerza bruta. El balance de esta funesta trilogía, en algunas naciones del
mundo, se ha escrito siempre con sangre.
Ecuador está a tiempo de impedirlo y mi madre lo sabe.
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