Fotografia Leonardo Parrini
Por Leonardo Parrini
Desde la década de los años ochenta
nuevas actitudes y formas de pensamiento crítico influyen en la cultura de la
imagen, decretando el ocaso de la verdad en las artes visuales de la modernidad.
El crítico de arte y fotógrafo catalán, Joan Fontcuberta, sugiere que toda
fotografía es ficción que se presenta como verdadera, pero miente por instinto. Y
una forma de superar el viejo dilema entre lo verdadero y lo falso es
reemplazarlo por la afirmación cínica de que hay que mentir bien las verdades.
Ya no importa si la imagen fílmica o fotográfica miente o no: de lo que se
trata es saber qué uso se hará de esa mentira.
El privilegio de la imagen en la
sociedad postmoderna habla de la obscena actitud de especular con los rasgos de
los objetos reales en el ámbito de lo virtual. No interesa ya la experiencia de
la realidad, sino su reflejo. No importan las características objetivas, sino
la impronta de una imagen que fue construida y no plasmada de la realidad. Entre las
verdades por descubrir y las mentiras por remozar, en medio del dilema, la fotografía aparece
como una tecnología al servicio de la verdad.
Considerada una transgresión de la
intimidad del individuo, la fotografía es para un creador como Henry Cartier
Bresson un instante decisivo, acto sobrenatural, epifánico. Eventualidad que
supone estar en el lugar exacto y en el momento oportuno, a la hora de obturar. Acaso
por eso los fotógrafos somos considerados seres transgresores, incomodantes con
la cámara en las manos, capaces de exacerbar con el sonido del obturador o el
destello del flash el ánimo del más paciente. El solo hecho de que una foto
queda plasmada en el celuloide, papel, o chip de una cámara digital, pone
nervioso a quien ya no puede controlar la imagen de sí mismo, hurtada por el
objetivo en el acto de fotografiar. Es lo que Jean Baudrillard denominó el “carácter pornográfico de la
demostración”, es decir, la capacidad de mostrar un objeto “sin ocultamiento”,
una obscenidad propia de la impertinencia del lente registrador.
La memoria de un reflejo
La acertada metáfora acuñada por
Oliver Webdell Holmes, en 1891, para denominar a la fotografía como un espejo
con memoria, nos remite al carácter esencial de esta técnica: su capacidad
de devolvernos la imagen que, a diferencia del espejo, eterniza en el tiempo. En
tal sentido, la fotografía transita el espectro de lo mágico, ilusorio, dado
que espejo proviene de specullum, especulación. Este término recuerda la
circunstancia de observar el cielo y reflejar las estrellas en el agua, o sea, otro
reflejo especulativo. En rigor, el espejo refleja un reflejo, en tanto elimina
la tridimensionalidad e invierte la imagen, igual que sucede en una fotografía. No
es casual que la cámara fotográfica se valga de un espejo para recomponer el
espejismo de la imagen que el lente capta invertida.
La fotografía desprovista de su
exclusiva naturaleza documentalista, deviene en arte y crea, a partir de
objetos reales, imágenes “dotadas de riqueza y valores genuinos de forma y
contenido”. En el fondo de esta nueva misión de la fotografía subyace lo que
Diane Arbus considera el acto de “un instrumento de análisis y crítica”, que
supone la existencia de un sujeto que observa y un objeto observado. No
obstante, la fotografía es esencialmente un gesto de recreación. Fotografiar consiste
en definitiva, “en una forma de reinventar lo real, de extraer lo invisible del
espejo y revelarlo”, según la aseveración de Fontcuberta. De este modo, el mito
modernista del espejo termina por desvanecerse y surge el privilegio de la
huella, la ficción o indicio. He ahí el actual desafío del fotógrafo: observar
detenidamente los seres que habitan su entorno, escudriñar los rasgos de su habitat
y descubrir cuanto tienen de real o fantástico. Y luego, en un certero instante de
transgresión, obturar para robarles el
alma convertida en atisbo de esencialidad.
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