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martes, 14 de agosto de 2012

LA TEJEDORA ETERNA


Por  Leonardo Parrini

Julio Cortázar afirma que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor gran pretexto para no hacer nada. No se teje como se lee un libro, dice, no se puede volver a tejer como releer lo escrito, sería un escándalo. Mi madre tejía incansablemente, sin acabar nunca el tejido. Tejía sentada en el sillón de la sala y lo hacía con una sonrisa en sus labios, en un gesto de complacencia y complicidad consigo misma. No podía estar sin tejer, quién sabe si para dilatar la vida o la muerte. Tejía y sonreía al unísono, y eso es literal, porque al ritmo del tejido sus labios emitían un sonido ininteligible, sino hasta acercar el oído a su mejilla. Era un susurro aletargado, leve, una palabra a medio camino entre los labios que acompasaba con el roce de ambos croché al tejer en una resonancia tenue y persistente.

Mi madre me había prometido cierta vez en una carta que tejería un pulóver para la siguiente estación invernal. Pasaron los inviernos y la prenda nunca llegó a mis manos como fue su ofrecimiento. Cuando la visité en Santiago en el mes de julio del 2006, confesó que estaba tejiendo el pulóver prometido. En esa ocasión fotografié sus manos laboriosas que tejían en una tentativa inolvidable. Sus manos finas, talladas por los años, se habían convertido en bailarinas y danzaban al ritmo del croché con aquella dignidad que confieren los años a la piel. 

Al otro extremo del retal de extrañas texturas en el trozo de tejido -¿qué otro nombre recibe lo que se teje?, simplemente tejido,- había un ovillo de lana de regular tamaño que desbobinaba sin perder volumen por el consumo del tejido. Era la medida de su propia tarea que transcurría lenta e inexorable. Tuve la certeza fugaz que si el acontecer dependiera del tejido de mi madre, nunca llegaría el próximo invierno para recibir el pulóver prometido. Entonces supe que el tiempo puede ser congelado por la acción de tejer, como un lema de las horas avanzado hacia un solo cauce, el fin de la existencia. Caí en cuenta que se puede rehusar a la muerte tejiendo, aplazándola como un trozo de vivencia diferido. Ese era el sentido mismo de su tejido inacabado.

El invierno que fotografié a mi madre tejiendo sentada en su sillón era un tiempo implacable, como suelen ser los inviernos en Santiago. No sabes a qué atenerte ante la posibilidad de salir a caminar y sentir la lluvia de finos cuchillos helados talándote el rosto, o permanecer en casa sin hacer nada más que contemplar la lluvia, a través de los visillos de  la ventana. Ese invierno renació la ilusión de recibir el pulóver terminado, pero fue otra tentativa sin ocaso, como tantas que he tenido en mi vida de episodios inconclusos. Fue el último invierno que pasé junto a mi madre. Deseché entonces para siempre la idea de recibir el pulóver prometido, porque deduje que ella lo tejía y destejía en una metáfora de su propia existencia. Si se vive la eternidad en vida, ya la muerte es aplazable.

Mi madre tejió hasta el día que un derrame cerebral la marginó de este mundo. En estado de coma permaneció veinte días antes de morir el 24 de febrero del 2008. Cuando recibí la noticia ese domingo aciago, recordé la idea de Cortázar de que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor gran pretexto para no hacer nada. Y esta vez el cronopio no tenía la razón. Mi madre había tejido como gran pretexto para sortear a la vida y a la muerte al unísono. El tejido suyo era un acto en espiral girando, como las manecillas del reloj, en un mismo sentido. Esa tarde que murió mi madre tuve dos incertezas dolorosas: cómo sería ahora mi vida sin ella y en qué estado quedaría el tejido inconcluso. Dos interrogantes con una misma respuesta: mi madre y su tejido inacabado se habían fundido con la nada, en un trance sin escalas hacia la eternidad.

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