Por Leonardo
Parrini
La valía de un
hombre se mide por la cuantía de soledad que le es posible soportar, dejó
escrito Nietzsche. Y quien dice que para soportar la soledad no hay una mímesis
de gestos y palabras, en un diálogo interior que ejerce el hombre soliscista
para sobrellevar el aislamiento. En la soledad de un cuarto poblado por la cotidiana
convivencia contigo mismo hablas al espejo, sugieres, increpas, reniegas, escuchas
y finamente te aceptas.
La soledad es la
maestra que enseña con el tiempo lo que fuiste, eres y serás, un lugar donde
encontrarte a ti mismo. Quién no se ha descubierto discutiendo con el otro yo.
Esa voz replica que estar en soledad, es recordar sin ser recordado. La yerma geometría
del solitario. En ese coloquio los recuerdos no pueblan, solo hacen más
profunda la soledad. Y el ejercicio de la memoria que vaga sin rumbo entre ausencias
y remembranzas, es derrotero incierto del hombre con algo de bestia gregaria en
la complacencia del destierro.
Y en el
soliloquio haces gestos que son la mimesis de repeticiones calcadas, logística
de un reino en solitario. Una soflama que describe muecas de una puesta en
escena cotidiana, revivida a diario, que confirma una secreta reincidencia. Hablas
lo que haces. Verbalizas cuanto piensas, oralizas sensaciones: la soledad es
una caja de resonancia de un discurso en sordina interior. Hay ausencias que
representan un verdadero triunfo, dice Cortázar. Probablemente las palabras más
intensas y verdaderas habrán sido escritas en paupérrima soledad. Pero otras soledades
reflejan rotundos fracasos, certezas de pérdida y renunciación absolutas.
Entonces lo que se escribe y describe oralmente en actos solitarios, remite a la
nostalgia.
De todas las
soledades, la más involuntaria es la que te infringe la ciudad que habitas. Cuando
el tiempo va tragando los cobijos urbanos que antaño te fueron familiares, eres
exiliado en los vericuetos de una ciudad que ya no reconoces propia. Un
designio irremediable, negación citadina insoslayable que hace desaparecer los recuerdos
y los espacios para evocarlos. Una casa derrocada en el lugar donde hicieron un
edificio de apartamentos, un bar donde ahora hay un banco -como en la canción
de Sabina-, una plazoleta en la que antaño jugaban niños, hoy es un sitio
eriazo. El bohemio café donde te reunías con amigos, en su lugar hay un sitio
de aparcamiento de vehículos.
Me ocurrió hace
pocos días, en una calle cualquiera. El viejo caserón donde alguna vez arrendé
un piso ya no existe, y en su lugar había un sitio yermo que se perdía bajo la
maleza. En el instante de descubrir el cambio, me sentí expulsado de una urbe
inhóspita en la más puñetera sensación de soledad. Aquella que no da tregua, ni
concede consuelo. No me estuvo permitido el tránsito a la nostalgia. Ni
la reconstrucción reminiscente de los signos del pasado. Quise echar mano a los
vestigios con vocación de arqueólogo de la vida, pero fue inútil. La ciudad se
borraba así misma y en esa difusa concupiscencia de rasgos extraños, perdía yo
un tramo de vida ya irrecuperable en el idioma de los objetos para siempre. Entonces
me dije: esta es la soledad extrema, haber sido expulsado tanto de las
vivencias como de los recuerdos. Esa experiencia fue la estampa de un guión reinterpretado
en la yerma geometría del solitario. Un juego de abalorios y espejismos que reflejan
lo que ya no es. Tramoya de una soledad que te hace evocar sin ser evocado. Un ineludible
síndrome de olvido.
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