Por Leonardo
Parrini
Como en los
viejos cuentos de hadas la cámara fotográfica reemplaza a la varita mágica que
transforma la realidad en lo que no es, en un deber ser. No creo en la realidad
por eso me hago fotógrafo. Esto es una paradoja, como la fotografía misma que
ostenta un poder objetivo, cuando es nada más una abstracción de la realidad.
Sin embargo todos somos fotógrafos, -sin una cultura visual, en todo caso-, y es más, con la candorosa deshonestidad de un acto de impostura.
Simulación que
tiene lógica y hasta justificación moral, si se quiere. Cada vez que interponemos
una cámara entre nosotros y el entorno que nos rodea, asalta la duda: ser o no
ser. Vacilación que el fotógrafo –profesional o aficionado- no se plantea
conscientemente al momento de obturar, pero que asoma en el resultado final de
la imagen registrada como una simulación de la realidad. En ese sentido la fotografía es un mecanismo
de control que ejercemos sobre el mundo, como constata Susan Sontag.
Hacemos una imagen
idealizada de la realidad cuando nos fotografiamos y subimos la imagen del selfie al muro
del Facebook. Nunca se sabrán los perfiles concretos del objeto fotografiado y
hasta dónde fueron alterados. En ese sentido, todos ejercemos un ritual con la cámara en la mano, buscando
vencer la ansiedad social para apropiarnos de una herramienta de poder que nos
permita autoafirmarnos. Esta necesidad de una realidad confirmada y una
experiencia mejorada, es nuestro propósito último al hacer fotos de las cosas
que nos suceden a diario. Anhelamos una memoria que nos prometa ser
mejores. La fotografía ayuda a apropiarnos de un
espacio donde sentirnos seguros. Como sugiere Sontag, la actividad de tomar
fotografías es calmante y alivia los sentimientos generales de desorientación
en el mundo. La imagen fotográfica se convierte en una afirmación de nuestra
propia existencia, en una versión idealizada de lo que anhelamos ser.
Un testigo embustero
La tecnología proporciona el don de la
ubicuidad, la capacidad de estar en todo lugar a través del internet. Hoy todos
somos fotógrafos de nuestro entorno inmediato. Producimos imágenes autorreferenciales
de nosotros mismos a través del selfie Retratamos a la familia y las mascotas, registramos
imágenes de los viajes, captamos momentos íntimos y públicos con una cámara
como nuestro testigo idealizante en las redes sociales. La gorda se quiere ver delgada, el viejo quiere aparentar ser joven, el tonto quiere proyectar una imagen de inteligente, en fin, la fotografía es un acto de camuflaje. En su origen presumía de
objetiva -de hecho el lente se llama objetivo-, hoy la fotografía ya no es más la mirada realista.
La decisión el instante de obturar es subjetiva; y la acción al momento de
editar es arbitraria, como dos caras de un mismo acto manipulador. Los programas de edición fotográfica -como Photoshop- dan el tiro de gracia al realismo fotográfico, al permitir todo tipo de alteración de la imagen original durante el proceso de postproducción de una fotografia.
La
fotografía es, antes que nada, una manera de mirar
y no la mirada en sí, concluye Sontag. Esta idea acaso resume el sentimiento de impostura en la que
todos participamos con una cámara en la mano. El mundo de la fotografía es un
espejismo consolador frente al descredito de la realidad. Fotografío para ser
mejor y mostrar un mundo optimizado en contra de un tiempo que marca periodos
irreversibles, en lucha con el espacio que marca distancias insalvables. Un
natural sentido de honestidad nos impulsa a reconocer que no creemos en la
realidad y por eso la fotografiamos. El deber ser de un imaginario ideal al
que, no obstante, todo tenemos derecho a soñar.
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