Por Lucrecia Maldonado
Nunca dudé
que mi país fuera un lugar maravilloso, al menos desde el punto de vista
geográfico y del paisaje. Sin embargo, cuando observo ciertos comportamientos,
me pregunto si la excesiva cercanía al sol no nos estará haciendo daño.
El otro día,
por ejemplo, publiqué en este blog un artículo que hablaba del “Dolor de
codos”. Una señora… bueno, una persona que ni siquiera sabía firmar (por eso no
sé quién es, aunque si lo supiera no lo diría en público) se regodeó en un
larguísimo comentario en el que me criticó por trabajar donde trabajo, me juzgó
de lo lindo e incluso me mandó a laborar sin sueldo en un sector rural. Hasta
ahora me pregunto por qué se hirió tanto con mi opinión, si ella debe ser (no
me cabe duda) de los que abogan por la supuestamente perdida “libertad de
expresión”. ¿En qué le afectaba que yo dijera mi sentir? Incluso pienso que ella
habría sido capaz de disentir, argumentar, dar ideas… Pero, ¿agarrarse de mi
vida personal para vituperarme? ¿Es esa una actitud digna? En últimas, ¿qué le
importa? Y encima, desde el anonimato. Sin poner ni siquiera una inicial.
Vivimos en un
país en donde un alto porcentaje de la población se toma a lo personal
cualquier cosa que no es como a ellos les parece. Pensar distinto es ofender.
Expresarlo, atacar. Es un país en donde otro de los deportes nacionales, en el
que si fuera olímpico tendríamos un medallero impresionante, es el de husmear
en los trapos limpios y sucios de la vida ajena para ver qué encontramos y cómo
lo exponemos. El papá de quién era drogadicto. Con quién se acostaba la hermana
mayor de alguien. Si algún prócer tenía mal aliento. Qué personaje parece que
no es el macho latino que todos pensaban. Y a partir de esos datos, siempre
personales, juzgamos su hacer público. Alegremente. Sin despeinarnos. Sin que
se nos tiña de rosado un milímetro cuadrado de mejilla.
Otra: leemos
el futuro. Y no con cartas de Tarot ni bola de cristal, qué va: al ojímetro,
que le dicen. Y siempre leemos con intención apocalíptica. Se anuncian unas
reformas al impuesto a la herencia y en medio minuto nos imaginamos desde que
heredamos el millón de dólares que nuestros padres nunca tendrán hasta el día
en que, a causa de los impuestos a la herencia, nos encontraremos vendiendo
chicles en un semáforo. Con ese don, no comprendo por qué aquí el cine de
ciencia ficción no ha descollado como debería.
Y las
proyecciones de sombra, algo que si Jung hubiera sabido que en el Ecuador se
practicaba tan bien habría venido a estudiarlo y capaz ya no se iba nunca más. Periodistas
que reclamaban a sus asistentes de mala manera en público, reprochándole a
Rafael Correa su ‘prepotencia’. Uno de los torturadores más grandes que este
país ha conocido, hablando contra la ‘tiranía’ y defendiendo los ‘derechos
humanos’. Abdalá Bucaram hablando de corrupción.
Alcohol,
drogas, sexo compulsivo… eso es un juego de niños. Lo nuestro es hurgar con garfios
en las almas ajenas. Nos decimos católicos; pero a la hora de juzgar el Padre
Eterno se nos queda corto. Las pajas que miramos en ojos ajenos se encuentran
adornando la viga que oscurece los nuestros. Y eso no hay revolución que lo
arregle. Tomaría una eternidad transformar tanto corazón enfermo de ingratitud,
envidia y mezquindad.
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